Hallábase la familia de gran tertulia, celebrando el cumpleaños de uno de sus miembros, cuando nuestro hidalgo vino con su presencia á aguar la fiesta.
La señora de la casa era una aristocrática limeña, llamada doña Margarita de, muy pagada de lo azul de su sangre, como descendiente de uno de los caballeros de espuela dorada ennoblecidos por la reina doña Juana la Loca por haber acompañado á Pizarro en la conquista. La engreida limeña era esposa de uno de los más ricos hacendados del país que, si bien no era de acuartelada nobleza, tenía en alta estima los pergaminos de su mujer.
Impúsola el hidalgo de la cuita en que se hallaba, pidiéndola mil perdo⚫ nes por haber turbado el sarao, y la señora lo condujo al interior de la casa.
Entraba en las quijotescas costumbres de la época y como rezago del feudalismo el no negar asilo ni al mayor criminal, y los aristocratas tenían á orgullo comprometer la negra honrilla defendiendo hasta la pared del frente la inmunidad del domicilio. Había en Lima casas que se Hamaban de cadena y en las cuales, según una real cédula, no podía i penetrar la justicia sin previo permiso del dueño, y aun esto en casos determinados y después de llenarse ciertas tramitaciones. Nuestra historia colonial está llena de querellas sobre asilo, entre los poderes civil y eclesiástico y aun entre los gobiernos y los particulares. Hoy, á Dios gracias, hemos dado de mano á esas antiguallas, y al pie del altar mayor se le echa la zarpa encima al prójimo que se descantilla; y aunque en la Constitución reza escrito no sé qué artículo ó paparrucha sobre inviolabilidad del hogar doméstico, nuestros gobernantes hacen tanto caso de la prohibición legal como de los mostachos del gigante Culiculiambro. Y aquí, pues la ocasión es calva, voy á aprovechar la oportunidad para referir el origen de un refrancito republicano.
Cierto presidente, de cuyo nombre me acuerdo, pero no se me antoja apuntarlo, veía un conspirador en todos los que no éramos partidarios de su política, y daba gran trajín á la autoridad de policía, encargándola de cchar guante y hundir en un calabozo á los oposicionistas.
Media noche era por filo cuando un agente de la prefectura con un cardumen de ministriles, escalando paredes, se sopló de rondón en una casa donde recelábase que estuviera escondido un demagogo de cuenta.
Asustuse la familia, que estaba ya en brazos de Morfco, ante tan repentina irrupción de vándalos, y el dueño de casa, hombre incapaz de meterse en barullos de política, pidió al scide que le enseñara la orden escrita, y firinada por autoridad competente, que lo facultara para allanar su domicilio.
¡Qué orden ni qué niño muerto!—contestó el agente.—Aquí no hay más Dios que Mahoma, y yo que soy su profeta.