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Una enorme ciudad de rojos muros
Que construyeron las antiguas razas,
Dormitaba entre fétidos vapores.
Arrancados de cuajo por las olas,
Murallas y palacios confundidos,
Como negros follajes, los despojos
Del oceano mostraban por doquiera,
En largas espirales enlazando
Rotas columnas y derruidos techos,
Y de los Reyes, hijos de los Ángeles,
Los gigantes cadáveres cubriendo
Entre su manto de espumosos limos.
De ellos, dos contemplé, señor Abad,
A un trono unidos por cadenas de oro:
Un hombre de ancha frente, alta estatura,
Que con nervudos brazos estrechaba
A una hermosa mujer, contra su seno,
En cuya helada y entreabierta boca,
El gozo de morir resplandecía;
El, firme la cerviz ante la muerte,
Domado y no vencido, aun conservando
Con su beldad, su orgullo y su fiereza.
En torno á la ciudad, bajo la lumbre
Del sol siniestro, lago silencioso
Dilataba sus fúnebres orillas,