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ñeza ni mucha pena, el encontrarnos de un momento a otro, arañado el rostro por una rama atrevida de berberis, o casi cruzado el pie por una espina de cactus. En los barriales, que están tan sueltos que no se puede emplear el caballo, pues desaparecería entre ellos, nos hundimos algunas veces hasta cerca de la cintura y, para adelantar camino, hay que hacer dos trabajos: remolcar y arrancarnos de una arcilla pegajosa que parece querer absorbernos. Nuestras caras parecen brotar sangre; el calor de la mañana y la excitación nerviosa, nos tienen agitados, y la perspectiva de una inmensa meseta a pique, en un recodo del río, nos pone casi fuera de nosotros. Trabajamos como fanáticos y no nos fijamos en obstáculos. La corriente ha aumentado y los rápidos van siendo más frecuentes; llega un momento en que parece imposible adelantar; las orillas del sur son a pique, y no nos dejan paso; la del norte, por la cual vamos, presenta aún mayores dificultades; las vueltas del río se hacen más seguidas y las aguas, al costearlas, forman remolinos que mantienen el bote en continua oscilación. Al pasar un rápido, el pobre Patricio se asusta:—con grandes esfuerzos hemos ido tirando los tres por dentro del agua, pero el miedo se apodera de él, y creyendo ahogarse, se lanza dentro del bote. Este suceso, casi nos lleva a una perdida segura. Como cada hombre tiene su lugar señalado en el trabajo, basta que uno falte para que este se modifique y la menor alteración en él, aquí, puede perdernos. El señor Moyano ha sido encargado de llevar la punta de la cuerda por tierra, para enredarla en alguna mata en caso de que la fuerza de la corriente arrastre la embarcación y a los hombres que la remolcamos; Francisco Gómez sigue llevando la cuerda a la chincha, y cinco metros más atrás le sigo yo, haciendo el mismo trabajo dentro del agua, y Patricio, al cos-