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los ojos rojos a causa de la arena; pero ya vamos acostumbrándonos y podemos pasarlo con más comodidad. Como ha disminuido el viento, Isidoro y yo salíamos a recorrer el camino al oeste y tratar de obtener algún avestruz. La demás gente se ocupa en hacer, de cogotes de guanacos, cuerdas para aumentar la línea de sirga y reemplazarla, en caso que se gaste, lo que desgraciadamente es muy probable, vistos los inconvenientes que vamos encontrando; hacen también calzado, de repuesto, pues el nuestro ha casi concluído.

Enero 24.— Habiendo calmado el viento pampero, salimos a las diez de la mañana y caminamos sin tregua hasta las siete de la noche. Es el mejor camino que hemos encontrado desde la Bahía, pues la margen norte siempre nos da paso con grandes o pequeñas dificultades, pero nos estorban las mesetas a pique que tanto tememos. Pasamos por parajes donde el río es bastante más angosto que su curso general, pero hay pocos rápidos en la orilla y aunque las vueltas son numerosas, los arbustos han disminuido y permiten que el caballo nos ayude en el trabajo.

Van siendo más abundantes los restos de industria humana; a cada momento vemos rastros del paso de los antiguos indígenas, y sin alejarme de la cuerda que tiro encuentro varios cuchillos de piedra. El paraje en que se recogen estas antigüedades es generalmente en los bajos, donde una lomada baja, que desciende hasta el río, proporcionaba abrigo a los primitivos habitantes.

Una loma que sirva de reparo al viento, una mata que brinde protección, las boleadoras y las flechas para los guanacos y avestruces, las pequeñas puntas de flecha para el pescado, que la claridad del agua permite distinguir, cuando hay calma, nadando en los remansos, bastaron al antiguo patagón para llevar una vida que, quizás, lo hizo