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sombrea grandes extensiones con sus obscuras ramas, y encendiéndolas, me dan ocasión de avisar a los del bote mi paradero, poniendo en fuga, al mismo tiempo, a los pumas y zorros que, guarecidos en ellas, presiente el famoso picaso, tuerto y cojo, que monto.

Cruzando planicies y quebradas, llego a una de éstas, cuyos bordes perpendiculares y renegridos, anuncian el basalto. Corresponde a la meseta mediana que se eleva a 750 pies sobre el mar. Cuesta trabajo encontrar fácil descenso entre estos enormes cristales imperfectos, opacos, que parecen ahumados por tremendos incendios. Es un desfiladero sombrío y tétrico, dominado por inmensas murallas, cuyos flancos parecen haber sido asaltados y defendidos por gigantes, que desmoronaron sus piedras. La lava basáltica ha formado, entre la soledad de las mesetas, parajes aún más tristes, más imponentes, verdaderamente salvajes, abrigos de pumas y cóndores que en las cuevas rugen y en las alturas aletean.

La sábana ígnea que se extendió bajo el antiguo mar se ha quebrado sembrando de fragmentos la grieta, y entre estos sigo por el precipicio que se dirige desde el N. O. Lo dominan a ambos costados el basalto en cristales imperfectos, negros unos, pardos otros, sirviéndoles de contrafuerte los fragmentos que su infatigable enemigo, el tiempo, ayudado por el frío, han arrancado de esos muros verticales, de 120 pies de alto y que se elevan soberbios, entristeciéndolo todo. Es un espectáculo que ejerce melancólica influencia sobre el viajero; este enmudece, y hasta puedo decirlo, cierto temor, inspirado por el recuerdo de la catástrofe geológica que produjo esta escena, se apodera de él. Todo calla aquí; hasta los guanacos cesan de anunciar su presencia y vagan solos entre los matorrales; únicamente chillan los halcones blancos y ne-