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también a ello. Los dos marineros estaban enfer­mos; el correntino Francisco Gómez, nunca había navegado en el mar, y Pedro Gómez, negro nacido bajo los trópicos, perezoso por naturaleza, muy pocas esperanzas daba de prestar los servicios que de él esperaba.

Francisco, impotente contra el mareo que le te­nía postrado, prometía cumplir en tierra con su deber, y este hombre paciente y trabajador como todos sus paisanos, fué más tarde uno de los que más contribuyeron a que la expedición tuviera fe­liz resultado.

Esos dos hombres debían tripular el bote de ocho remos (yo había solicitado de cuatro), que serviría para efectuar la exploración del Santa Cruz, cuyo porvenir dependía de la manera cómo ellos se condujeran.

Los trabajos que experimentó Fitz-Roy cuando en 1834 tentó igual cosa, me eran bien conocidos. En botes en extremo livianos, tripulados por 25 hombres elegidos, no había alcanzado buen éxito, y yo no lo esperaba mejor.

A bordo, embarcado en calidad de contramaes­tre, iba Francisco Estrella, práctico del río de la Plata, que había deseado viajar con Piedrabuena, cuyo arrojo en el mar lo ha hecho popular entre nuestros marinos. Deseaba visitar tierras nuevas y mi expedición le proporcionaba buena ocasión. En las horas de cuarto, conversábamos sobre los parajes que debía visitar en el trayecto y de las dificultades con que ya tropezaba, y poco me costó para que prometiera acompañarme.

A la altura de la península de Valdés, la mar estaba muy agitada por las corrientes que nos im­pelían hacia el Norte.

Las corrientes encontradas, que las mareas y los vientos ocasionan en el golfo San Matías y las inmediaciones de la península Valdés, son temidas