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orilla del noroeste frente al río que baja del norte.

El viento arrecia, pero no nos acobardamos. Francisco y yo nos mojamos completamente y el bote casi se llena de agua, pues al varar sobre un banco, una ola lo cubre y lo tumba. Nos embarcamos nuevamente y tratamos de dirigirnos a la desembocadura del río del norte, lo que recién conseguimos después de repetidas tentativas, pues tenemos que luchar contra el viento y la correntada que nos arrastra con fuerza hacia el desagüe y que al mismo tiempo nos impide, no pudiéndola vencer, de ganar camino hacia el punto de desembarque. El bote es sumamente pesado, de malas condiciones marineras y no se levanta con facilidad al cruzar la ola, y ésta penetra dentro de él o choca con violencia, y como es sumamente angosto se tumba con facilidad, poniéndonos en peligro de parecer ahogados. Además, cuando en las viradas el viento nos es contrario, tenemos que emplear sólo los dos remos, pues la vela es inútil. Entonces la embarcación no obedece bien al timón y las corrientes que hacen bullir el agua y blanquean de espuma la superficie del lago, juegan con él arrastrándolo fuera de rumbo. Los remolinos que forman estas corrientes encontradas en sus choques y que nos ponen en serios peligros, tienen acción sobre el fondo del lago, el que en ciertos puntos, como por ejemplo el paraje que cruzamos, no debe ser muy profundo, y comunican a los hilos de corrientes, con los detritus que levantan, un color parecido al del río de la Plata. Estas fajas plomizas, de color siniestro, forman contraste con las aguas que a cierta distancia divisamos azuladas, meciéndose, pero sin sacudir sus cabelleras.

Recién a medio día podemos, a fuerza de remos, llegar a la costa y desembarcar en una caleta angosta y profunda (25 pies), protegida contra todos los vientos, suerte rara, pues los abrigos parecen ser muy escasos en este inhospitalario lago.