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Si los elementos se oponen a que continúe por ahora la exploración hacia el oeste, hay que tentarla al norte. Allí se extienden otros lagos que esperan nuestra visita.

Lanzamos el bote; las olas que ruedan lo hacen golpear sobre la playa, pero haciendo esfuerzos, nos desprendemos de la costa después de haber acondicionado los preciosos objetos coleccionados.

El viento continúa soplando fuerte y el lago se encrespa a su impulso; tomamos tres rizos a la vela y ciñéndola, volamos, tratando de alcanzar la ribera norte, antes que nos sorprenda la noche que va a llegar. Desgraciadamente sobreviene la calma, no una calma plácida que nos asegure una marcha lenta pero sin peligros, sino la que precede a la tempestad. El cielo torna un aspecto imponente; las nubes se convierten en círculos y en esferas plomizas, divididas por estratas variadas, y cirros veloces cruzan en diversas direcciones; podría decirse que se arremolinea la espesa atmósfera, en un combate de vientos. Negras nubes descienden de las montañas del oeste y se hallan tan bajas que parece que reposan sobre las aguas; el aire andino se acerca salpicándolas, y a las siete de la tarde se declara el temporal, rugiendo sordamente. Nuestro bote no resiste la vela mayor y sólo dejamos el pequeño foque para aprovechar la furia del viento, pues los remos apenas tocan las olas que se ondulan. La noche llega y con ella el temor de ser estrellados contra el gran témpano que no debe hallarse a mucha distancia, pues el viento y las corrientes han debido empujarlo hacia el punto por donde navegamos; lo sentimos cerca, pues algo truena; son los fragmentos que le arrebata el furioso chubasco del noroeste. No hay tiempo que perder; podemos chocar con ellos, y nuestra ruina sería entonces segura. Las corrientes aumentan la excitación de las aguas, que alborotadas, se lanzan dentro del bote, continuando