luego, para no dejar de aprovechar nada, hago repartir por Jonjonia, asado que se condimenta largo rato sobre las brazas. Un pequeño cuerno lleno de aguardiente, que doy a beber a la cocinera, hace su delicia; corta a grandes trozos la carne asada y nos la distribuye a los presentes arrojándola de la misma manera que la que emplean los cazadores cuando reparten alimentos a una numerosa jauría. No hacemos caso de este ceremonial gastronómico sui generis y devoramos las delgadas tiras que nos corresponden y que hemos agarrado en el aire, en contra de los deseos de los perros que aúllan, o se lamen los labios, impacientes, detrás de nosotros. Es curioso observar los ardides de estos canes famélicos, para conseguir un trozo de carne o un hueso. Se acercan, aparentan dormirse; no se quejan si son pisados, pero pobre del indio que se descuida con el pedazo que la china le arroja; antes que pueda recogerlo, el perro "dormido" lo ha agarrado y no lo suelta aún cuando lo maltraten.
Conchingan no bebe, pero los demás indios se entusiasman, y me estrujan; recibo seis o siete puñetazos de amistad; Collohue casi me ahoga abrazándome y llamándome su padre, mientras los pelados, quizá de alegría al ver contentos a sus dueños, me muerden las pantorrillas. Acepto todo, pues he alquilado dos caballos y un petizo, tengo carne para un día más y llevo cinco quillangos para la gente. Esto es más de lo que esperaba obtener. Collohue continúa bebiendo y quiere más licor, pero se resiste a darnos un caballo por lo que me resta. Transigimos por un potrillo y le doy en cambio cuatro litros de agua y la damajuana.
La música del órgano completa la fiesta; la noche nos sorprende escuchando esas modestas armonías que entusiasman tanto a los indios, que hacen poco caso de los sonoros relinchos de los baguales que desde los cerros vecinos llaman las yeguas mansas de la toldería.