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tosas manifestaciones de su vida interna, hundió esas antiguas riberas y ese bosque en el seno de las aguas, haciendo elevar sobre ellas, otras tierras, en lejanos parajes. El fuego interno surgió luego de las entrañas del globo, y cubrió esta región bajo el océano, con manto ígneo devastador. Su vida orgánica sucumbió, y sus restos quedaron oprimidos por los dos grandes elementos: el fuego y el agua, restos que aún se ven bajo las escorias y las lavas, vomitadas por los volcanes submarinos. La dura temperatura transformó más tarde el agua en montañas congeladas, pedazos de cordilleras heladas y llanuras inmensas de hielos, que en su aparente inmovilidad marchaban, depositaron nuevos elementos en las profundidades del mar cuaternario, y aumentaron el gran monumento geológico que cubre los despojos del bosque y del mar terciario. A través de un sueno de dos mil siglos, revisto de opulenta vida la ingrata región donde hoy viajamos, y trato, en vano, de imaginarme el harnero de columnas de fuego de los hogares valcánicos subterrestres que lanzaron por sus rocallosas chimeneas, la lava que en gigantes manchones, se consolidó en las profundidades del entonces océano: la tan enérgica como lenta fuerza, que hizo emergir la llanura antigua del seno de las aguas, después de haberla sumergido esta vez no poblada de bosques, sino desnuda, cubierta por la masa líquida producida en las fraguas internas y solidificada rápidamente al contacto del agua. Esta masa ha sido bautizada por el hombre con el nombre de lavas basálticas y el espíritu investigador ha sorprendido en su aparente rudeza, en su uniforme colorido, en sus finos granos, las trazas del fuego cósmico.

El valle del Shehuen, en este punto, es muchísimo más angosto que en la parte ya visitada, pero en cambio es mucho más fértil y encontramos ver-