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en la formación de nuevas y en la reconstrucción, puedo llamarla así, de la Capitanía Argentina que yacía abandonada en la Bahía Santa Cruz, sin techo, ni piso, ni ventanas, ni puertas y con el asta bandera en el suelo.

Abril 6.—Mayo 8.—Llenado este deber de argentino, dejó en la isla Pavón al teniente Moyano con los dos marineros, el muchacho y el bote, me despedí del señor Dufour a quien debo mil atenciones, y emprendí viaje al sud. Me acompañaban Isidoro y Estrella.

Aunque me proponía revisar detenidamente y por completo la región situada al sur del Santa Cruz, no he podido hacerlo en todas sus partes. Nuestras provisiones son sumamente escasas y consisten tan sólo en algunas tortas, regalo de la tehuelche Rosa, mujer de Manuel Coronel, otro buen gaucho compatriota que ha acompañado a Pertuiset a la Tierra del Fuego; a las tortas agrégase carne para un día y dos cajas de paté de foie gras, que a nuestra ida para el interior había dejado de reserva en la isla. Aumentan lo penoso del viaje el mal estado de los caballos y la extenuación de los perros, que es tanta, que sólo uno de estos, el bravo «Perilla», ha podido acompañarme, aunque sin prestar el menor servicio. Esto nos advierte desde el principio, que no podemos contar con la caza y que debemos contentarnos con lo poco que tenemos. La necesidad hace prodigios y aunque algo escuálidos llegamos a Punta Arenas después de una travesía de siete días.

La sequedad del clima y la esterilidad del suelo, circunstancias desfavorables para la colonización de Patagonia, principian en Bahía Blanca, donde llueve mucho menos que en Buenos Aires; aumenta gradualmente en el río Negro y el Chubut; sigue en las mesetas, es decir en la región árida de que ya me he ocupado y alcanza a su