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zas en rueda, se prestaban protección mutua esperando la calma, al reparo de algún gran incienso.

El desierto patagónico, hubiérase dicho abandonado por los dones de la naturaleza desde el último tiempo geológico. La capa aluvional moderna que llamamos humus, no lo cubre ni fertiliza en ninguna parte.

A la caída del día, ascendimos el segundo escalón, elevado de doscientos pies sobre el primero, al que la influencia colectiva del levantamiento y la erosión, han dado un aspecto de grada ruinosa pero soberbia. La misma vista y el mismo carácter monótono, sólo interrumpido a lo lejos por algunos pequeños cerros aislados, restos quizás de mesetas que el agua en cientos de siglos ha gastado y que se elevan solitarios, como grandes formas truncadas, semejando gigantescos Teocalis mejicanos.

En una suave hondonada, guarecida del viento, encontramos un buen retazo de pasto dorado, y resolvimos hacer allí noche. No nos había sido dado encontrar agua: la lluvia había sido duradera, pero era tal la sed de la estepa, que toda la había absorbido. Los pobres caballos hubieron de contentarse con el duro pasto y nosotros con un fragmento de pan negro y queso. Sin embargo, no podíamos quejarnos; después de ese día desagradable, la tarde presentábase espléndida, iluminada por los rayos solares oblicuos que daban largas sombras y matices oscuros a los matorrales.

Tan bello espectáculo no duró largo tiempo; el horizonte oscurecióse rápidamente al sudeste y pronto los característicos chubascos se sucedieron sin interrupción, apagaron nuestra hoguera y apenas pudimos gozar de algún sueño, envueltos en los quillangos.

La noche del 27 de noviembre pasóse así, y habiendo amanecido el día siguiente claro y despe-