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ciona los cairnes en su último viaje y aún los noruegos y corsos, tienen respeto por ellos y les colocan piedras y ramas.

El humilde cairn, levantado sobre la cumbre de los cerros, y habitado por las aves de rapiña, es fruto de la misma idea que ha elevado las gigantescas tumbas de la India, las pirámides de Egipto y los ciclópeos monumentos funerarios de Bolivia, Perú y México.

Ese cairn domina una región completamente distinta de la que habíamos dejado atrás: un valle profundo o mejor dicho, un gran bajo, situado al pie del cerro en que nos encontrábamos, se extiende hacia el N. E. hasta una larga distancia. En el centro levántanse rocas rojizas de aspecto abrupto, que quiebran la igualdad del paisaje, pero de tan escasa altura, que apenas llegaban al nivel de las mesetas, no sobresaliendo de ellas para alterar en lo mínimo su triste horizonte.

Algunas matas de incienso brindaban su sombra humilde, y a ella nos acogimos durante la siesta, mientras el fuerte sol de medio día reflejaba sus rayos como en espejo, en las grandes lajas de yeso, de que estaba sembrado el suelo. Animaba el paisaje, la presencia de algunos guanacos que relinchaban sobre las rocas, y mostraban sus elegantes y curiosas cabezas entre las grietas de las pequeñas cavernas, que semejan burbujas gigantescas, que dejara, al solidificarse, el líquido ígneo. Capas de tufas de colores suaves, que alternan del blanco al amarillo y rosado, veíanse al pie de los cerros, y embellecían el aspecto caótico de aquel fragmento de la tierra.

El fenómeno del espejismo se reproducía a esa hora, y los mirajes surgían del horizonte imitando inmensos bosques que en vano se buscaría. En la planicie, al oeste de los cerros rojos, el bañado cargado de sales cristalizadas, representaba una