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sin pensarlo, con los rasgos de valor que modestamente menciona.

Marino, educado por audaces pescadores, ha hecho su aprendizaje en la extensa costa austral. Patriota como el que más, con voluntad de hierro, sacrificando sus propios intereses, ha conservado durante veinte años, flameando a orillas del Santa Cruz, la bandera que le recuerda lo que más quiere.

Su carrera le llevó a establecerse en la Tierra de los Estados, envuelta en las nieblas polares, y en cuyas costas ya había auxiliado cientos de desgraciados náufragos.

Allí, único jefe, con un puñado de heroicos hombres de mar de todas las nacionalidades, ingleses, americanos, argentinos, entre éstos, tehuelches y fueguinos, ha continuado su humanitaria tarea, aumentado siempre, y sin interrupción, su corona de gloria.

El aislado peñón, batido sin cesar por las tempestades, ha sido convertido por él en noble morada de la caridad.

En la región del sur donde como en ninguna parte, el hombre experimenta más vivamente la convicción de su impotencia, en un mundo inerte, lúgubre, y silencioso, donde todo amenaza el anonadamiento de sus facultades; allí donde si tuviera la desgracia de quedar abandonado a sí mismo, ningún recurso, ningún rayo de esperanza podría suavizar sus últimos momentos, es donde el marino argentino, con su pequeña chalupa, busca, con estoica serenidad, sin temer a la muerte, a quien necesita su ayuda. En él hay un magnetismo desconocido que le conduce a donde la desgracia impera.

Más de una vez la lancha argentina ha salvado las vidas confiadas a fragatas extranjeras, en cuyos pescantes hubiera podido ser ella suspendida.