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la costa patagónica y ha sido frecuentada por gran número de buques pescadores, que han hecho abundante cosecha en sus aguas.

Fué uno de los puntos de la costa que, en el siglo pasado, determinó ocupar el gobierno español.

Frente a nuestro fondeadero, en la ladera de los cerros, vénse aun los restos del fuerte que levantó Francisco de Viedma, en 1780, para abandonarlo poco después.

Destruyóse con la misma rapidez con que había sido levantado, pues nueve años más tarde, sólo quedaban ruinas, al decir del teniente de navio Viana, que lo visitó en ese tiempo.

Inmediatamente después de fondeado el buque, bajamos a tierra; las parásitas y los aterciopelados Mytilus, los moluscos más abundantes de esas costas que cubren, sombreándolas, las pulidas rocas de la playa, crujieron bajo nuestros pies, y cruzando sobre ruinas, llegamos a uno de los bastiones del fuerte.

El fuerte está situado en la primera colina, antes de llegar a la cumbre de la meseta, en una pequeña eminencia que le sirve de asiento y domina la bahía. En el norte, lo resguardan pintorescos cerros porfíricos, color púrpura y negruzco, que le dan, a la tarde, un aspecto triste; al este, la vista se abisma en el océano; al sur, la dilatada costa, el peñón de las islas Pengüin, la Bahía del Oso marino y las onduladas colinas, donde, de vez en cuando, un verde manchón, en la parda aridez, delata un pequeño manantial, que en hilos, desagua en una lagunita que reverbera al sol. En el fondo oeste, la angosta bahía donde se balancea la goleta, se interna, serpenteando, hacia lo desconocido.

Las ruinas hoy existentes demuestran un vivo deseo u orgullo, por parte de quienes levantaron