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resuelvo tomar tierra en aquella playa, Allí también desembarcó Darwin.

He aquí lo que él dice de esos parajes:

«El paisaje no presenta sino soledad y desolación: no se distingue allí un solo arbusto y, a excepción, quizás, de algún guanaco que parece montar la guardia, centinela vigilante, sobre la cumbre de alguna colina, apenas se ve un solo animal.

«El punto en que habíamos establecido nuestro vivac estaba rodeado por elevadas barrancas e inmensas rocas de pórfiro. No creo haber visto jamás un sitio que pareciera más aislado del resto del mundo, que esta grieta de rocas, en medio de aquella inmensa llanura».

Pintura exacta, pero sombría. Con cuarenta y tres años de intervalo, en la misma estación y con una semana de diferencia, visito este punto, y, francamente, el espectáculo que aquí se desarrolla, no me causa una impresión tan desfavorable.

Quizá la costumbre ya adquirida y el mayor conocimiento de la región patagónica, me hacen encontrar alegrías donde Darwin sólo halló tristezas. Quizás también el tiempo en que él describiera ese paraje fuera desagradable y distinto del día verdaderamente «glorioso» en que yo tengo la dicha de visitarlo.

Verificado nuestro frugal almuerzo, en el punto donde probablemente plantó Darwin su carpa, y dejando tres hombres al cuidado del bote, con orden de ir alejándose de allí gradualmente con la marea, para no quedar en seco, lejos del canal, me interno acompañado de otros dos, siguiendo la gran quebrada.

Pasamos el cerro que oculta la prolongación del canal y encontramos de nuevo éste, ya muy pequeño y que corre lentamente con gruesas aguas, serpenteando por el centro de una planicie o bañado, despojado de vegetación y cubierto de pe-