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queños fragmentos de yeso en lajas y de cristales salitrosos que brillan y donde sólo algunas liebres saltonas vagan inquietas. En las guadalosas orillas vemos algunos moluscos y cangrejos marinos, que las grandes marcas han acarreado hasta allí. Una pequeña fuente cargada de cloruro de sodio destila, conduciendo sucios cristales al arroyo, y revelando la presencia de alguna capa de sal gema en el interior del terreno.

Seguimos por entre esa quebrada, bordeada de cerros abruptos bastante tristes, unas ocho millas, hasta el punto donde, de la dirección oeste que ha llevado hasta allí, tuerce al N. N. O. y donde, desde el verde cañadón, se distinguen algunas mesetas terciarias. Aquí la comarca mejora, la cañada se ensancha algo y es alimentada por algunos manantiales insignificantes de agua potable.

El desfiladero que seguimos, pues no merece el nombre de valle, parece haber sido, en remotas épocas, lecho de algún gran río, que corrió a gran profundidad del resto del terreno, a juzgar por la cantidad de cantos rodados, bastante voluminosos, de piedras extrañas a la formación vecina, de tamaño mayor que los que se encuentran sobre la meseta inmediata y que por otra parte pertenecen, además, a las rocas andinas. Este río que descendía quizás de las cordilleras, o que era desagüe de algún otro que se desprendiera de ellas, para llevar las nieves derretidas al Atlántico, se ha obstruido cerca de sus fuentes por algún accidente notable.

A juzgar por las señales que hay en las grandes piedras que de vez en cuando perforan el suelo arenoso, inmediato al cauce, y las que veo en un manto de melafira (roca que sólo he encontrado en ese punto), el nivel de las aguas procedentes de las avenidas, si es que existen éstas en notable escala, o de las lluvias, no aumenta mucho, o por lo menos, el cajón no permanece inundado suficiente tiempo para dejarlo marcado.