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El terreno que rodea este pequeño curso es suel­to y fangoso, y creo que no nace en la cordillera, como lo supone Darwin, prefiriendo atenerme a la opinión de Fitz-Roy que es la contraria. Puede ser que tenga su principio en la cadena de monta­ñas pequeñas del centro del país, que el ilustre na­turalista no conoció.

En la actualidad ningún vestigio induce a supo­nerle, al impropiamente llamado «Río Deseado», naciente en los Andes; y alimentado por sus deshielos, por el contrario, casi todo el antiguo lecho del río se halla cubierto por una capa aluvial are­nosa casi despojada de tierra vegetal, y cuyo espesor varía de uno a dos metros, sin contar algunos médanos. Sólo en determinados parajes se notan signos de su antigua velocidad, en los lechos de cantos rodados.

El agua, aunque potable, no es completamente dulce; el terreno contiene sulfato de sosa y las grandes mareas alcanzan hasta 40 millas desde la boca de la bahía. En las inmediaciones hay pe­queñas lagunas con cloruro de sodio.

La velocidad de sus aguas en este tiempo es apenas sensible y su ancho varía, en el punto más lejano que alcanzo, de uno a tres metros por 10 a 50 centímetros de profundidad.

Llegado al punto en que la quebrada cambia de dirección, nos sorprende la tarde y con ella enjam­bres de pequeños dípteros, que nos acosan de tal manera, que luego que saciamos en los pozos nues­tra sed, no tenemos más remedio que incendiar los matorrales para ahuyentarlos. El fuego se propaga con tal rapidez que, para no exponernos a ser sofocados, tenemos que emprender la ascensión de un cerro inmediato, cuyas faldas, casi a pique, están cubiertas de espinas. Lo hacemos jadeando, aprovechando los senderos de los guana­cos o trepando como lagartijas, sujetándonos con