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regiones desconocidas aún, que tenemos delante, y cuyos misterios no podemos despejar en este viaje.

Con las últimas vislumbres del crepúsculo, des­cendemos la cuesta de una quebrada para buscar el bote; las piedras ruedan con sonidos graves para llegar al fondo oscuro, aumentando así la lo­breguez del camino.

Cuando llegamos al sitio en que hemos dejado la embarcación, no la hallamos; en cambio un gran incendio se ha propagado en ese punto, donde can­sados y con la soñolencia que da la media noche, esperamos encontrar el deseado reposo.

Las rocas entonces negras, se destacan sombrías e imponentes, entre las llamas del voraz elemento y creo presenciar una escena de los tiempos en que el rojo pórfiro se formara.

Después de una hora de penosísimo camino, que­mados y lastimados por las ramas carbonizadas, que con la reverberación deslumbradora no se dis­tinguen de noche, encontramos, en un claro que el fuego ha respetado, y rodeado por las sierpes ardientes de la llama que devora el pasto y los ar­bustos, al negro brasilero, que, como en danza dia­bólica, atiza el incendio. El muy cobarde ha encen­dido los grandes matorrales resinosos, con el pre­texto de marcarnos el punto a que había llevado el bote; pero, en realidad, con la idea de resguar­darse de los leones o pumas, que su espíritu pusi­lánime imagina, escondidos en las cavernas de las rocas, listos a arrojarse sobre él al menor descuido.

A la una de la mañana podemos tendernos so­bre el junco mojado por la marea.

Diciembre 16. — Dos horas después, una brisa del oeste nos despierta, y apenas aclara el día, em­prendemos la vuelta al fondeadero de la «Santa Cruz». Venciendo la corriente contraria, poco des­pués nos ponemos en frente de las islas donde, a nuestra ida, abundaban las aves.