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La grande diferencia que hay entre la bajante y la creciente de la marea, ambas en su plenitud, es tan notable, que cambia totalmente el panorama de la bahía cada vez que esos fenómenos se presentan. A marea llena, una gran sábana líquida se extiende tranquila delante del que, desde su centro, admira el noble panorama que se desarrolla ante sus ojos. Sólo la isla de los Leones Marinos, se eleva a pocos pies sobre su nivel. En la bajante sucede todo lo contrario; se presentan bancos en casi toda su extensión, separados por tortuosos canales, entre los cuales, el torrente, que siempre desciende, reparte sus aguas, enturbiadas por el limo que arrastran, y esos bancos se diseñan tan bien, que hay algunos que semejan islotes, de cuyas lomadas se desprenden pequeños arroyuelos de corta vida. En algunos de ellos se ven sinuosidades y ondulaciones que dibujan las olas que se retiran, para volver luego a borrarlas; en otros, millares de moluscos que los tapizan. El buque entretanto, tumbado sobre una de sus bandas, parece más bien el resto de un naufragio. Completamente en seco, sus grandes vergas tocan a veces la arena, sobre la cual reposa su quilla.

En muchas ocasiones he dado largos paseos alrededor del casco del «Rosales» en busca de moluscos y zoófitos. Alejado a cierta distancia, y dando vuelo a la imaginación, diríase que se tiene delante un paisaje polar. Los oscuros tintes de la tarde reemplazan las brumas que parecen preceder, en el lejano norte, la desaparición del astro de la vida, y cambiando mentalmente el blanco virginal del hielo por el sucio parduzco de la revuelta arena, se tendrá un paisaje de la Bahía Melville. El buque recostado sobre el banco, recuerda el buque recostado sobre el pack, que tritura sus flancos, mientras se distraen de la invernada sus tripulantes escalando pequeños témpanos o hummocks