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acompañarme en el trabajo de ascender, remolcando el bote, el Santa Cruz.

Cruzamos a remo las dos millas que nos separan de la costa opuesta, que abordamos en el ya citado promontorio, en momentos en que la bajante es ya muy sensible. «Todos al agua» es la primera orden que doy a mi gente en el Santa Cruz, y principiamos el remolque que más tarde debemos continuar por trescientas millas.

Desde este momento, los dos marineros comprenden las fatigas que les aguardan. El cascajo se desliza al impulso del pie, y les hace caer por la falla de costumbre, o se hunden en la fangosa arena de los bancos en formación. Sin embargo, todos están contentos, tenemos la fe suficiente para arrostrar las fatigas y los peligros venideros.

Al doblar la punta del promontorio, entramos en el majestuoso río, que teniendo allí un ancho de dos millas, desciende veloz encajonado entre barrancas escarpadas, elevadas de 250 pies en el costado sureste, y de colinas suaves de la misma elevación, al N. O. Aquí, se adelanta como una cuña el Promontorio Beagle, cuya falda baña el segundo de los dos brazos fluviales que forman la Bahía de Santa Cruz y que se denomina «Río Chico». Ese brazo lo remontó el capitán Stokes de la expedición de King, hasta doce millas en el interior, donde cesa de ser navegable.

Los bancos fosilíferos que se encuentran en esas barrancas, nos dan motivo para unos momentos de descanso, o de variedad en el trabajo; juntamos una abundante cantidad de moluscos y principalmente de la gigantesca ostra, y como nada es más trasmisible que el entusiasmo, en nuestro carácter nacional, hasta mis marineros se convierten en adeptos de la paleontología y muchos de los interesantes moluscos terciarios, descubiertos en las distintas paradas de este día, se los debo a ellos.