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grande, que mis recuerdos no bastan para orientarnos y en vez de dirigirnos por el que conduce, bordeando las lomas, hasta frente a la isla Pavón, tomamos el que se interna en la península, hacia el río.

Recién cuando nos encontramos delante de los fangosos pajonales, mojados por la marea, comprendemos nuestro error, pero la sed y el cansancio son tan grandes, que no tenemos valor para retroceder. Con la ayuda de los sombreros, recogemos agua, aún salobre, y decidimos pasar allí la noche, en un pequeño desplayado.

No teniendo cubierta de ninguna especie para envolvernos, no hay más remedio que amontonar un poco de arena, para impedir que la humedad del pantano se trasmita al cuerpo; ponemos de almohada el saco lleno de piedras y de plantas y nos cubrimos las cabezas con los sombreros mojados y los pañuelos. Esta es exigua defensa contra los millones de mosquitos que nos asedian.

Diciembre 22.—Al despuntar el día, volvemos a emprender la marcha, sorprendidos agradablemente con el encuentro de varias puntas de flechas de piedra, producto de los antiguos indígenas que allí vivieron en remotos tiempos, ocupados seguramente en tomar la abundante pesca que se obtiene en los remansos que forma esta casi isla. Más adelante, recojo cuchillos de piedra, rascadores, boleadoras pulidas, hasta llegar al paradero de los indios actuales; desde él distinguimos la isla Pavón. Una pequeña columna de humo que se eleva de las casas; los caballos, perros y gallinas que relinchan, ladran y cacarean respectivamente, nos anuncian la vida civilizada, en esta apartada posesión argentina.

Frente al paso, disparamos unos tiros de revólver; los perros nos contestan con furiosos ladridos y una figura humana aparece sobre el pequeño techo de la casa, para averiguar quiénes interrum-