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padecimiento, sino molestia, y aunque la noche pasada no ha sido de las más deseables, en cambio, el día de ayer, nos ha dado mas de un motivo de agrado.

Dividimos con los perros los dos últimos pichones de avutarda; ensillamos, y emprendemos marcha al este, para salir al encuentro del sol que ya refleja en las cimas de las colinas, vivificándolas. Un aire frío e incómodo corre por los cañadones, pero cuando, para acortar camino, trepamos los cerros, una tibia atmósfera nos envuelve agradablemente.

A medida que nos internamos, cruzamos una región de ondulaciones, que ascienden de un modo insensible, con faldas pedregosas algunas, y otras pastosas; todas presentan arbustos más o menos desarrollados. Las adesmias de hermosas flores, agrupadas en pequeños hemisferios, semejan claros peñascos redondeados y son las mismas que crecen en las inmediaciones de la bahía. Los calafates, con sus frutas aún verdes, crecen lozanos, cerca de los manantiales, que en las profundas quebradas vemos correr en delgados hilos de agua, cristalina y agradable en algunos, y en otros tan salobre que ni aún los caballos la quieren beber. El incienso, menos abundante que en la meseta que cruzamos ayer, lo vemos, enmarañado, en los arenales y pedregales. En las lomadas, el golpe de vista que nos regalan las Oxalis y Calceolarias, aviva la naturaleza adormecida; las primeras, con sus flores en forma de estrellas, de colores fuertes o suaves, varían de colorido según la altura a que crecen, o según la mayor o menor sombra o sol de que gozan, desde el azul sombrío, con venas aún más oscuras, del mismo color, en los bajos, hasta el blanco, venado de lila, en las cumbres.

Nos aproximamos al mar; escuchamos un rumor sordo que se hace oír en la lejanía; la comarca se