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con botones dorados y galones, y que reservo para ocasiones solemnes. El indio es amigo del aparato, y las pobres pompas que nos es dado ostentar pueden contribuir en algo al respeto de nuestra misión por parte de ellos.

Como sea necesario un título que equilibre siquiera al de cacique, adopto el de comandante.

Tenemos una larga conferencia con María, quien habla algo el español por haber vivido durante algún tiempo en las inmediaciones del río Negro y frecuentado la colonia de Punta Arenas, los dos extremos del territorio patagónico.

María, aunque esposa de un patagón, no es de la misma raza; es pampa, Gennacken. Aunque sus facciones no tienen nada de agradables, su modo de expresarse y el amor que demuestra tener por sus hijos, sobre todo por Shelsom, su hija mayor, para quien reserva en una bolsita de cuero, unas galletitas de Bagley y unas pasas de higo, que le doy, disponen bien el ánimo y auguran buena acogida en el Kau de su marido, el jefe de los hospitalarios habitantes de Shehuen-Aiken. Nada más plácido, relativamente, que la sonrisa de la buena india cuando le muestro las ilustraciones del libro de Musters y refiérole lo que dice de sus amigos los tehuelches. La muerte del valiente Castro, en las alturas del río Chico, las penalidades del invierno, la caza de toros salvajes y tanto otro cuadro de la vida nómade en esas regiones, trazado por la pluma del explorador inglés, aunque abreviado por mí, son fielmente traducidos por María a sus compañeros que no comprenden el español. Ella ha conocido a Musters, y lo recuerda perfectamente; me dice: «Musters mucho frío tenía; muy bueno pobre Musters». Las penalidades que este valiente marino sufrió, y que aumentan el valor de su excelente relato de viaje, fueron más tarde materia de largas conversaciones.