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W. E. RETANA

veían trabajar»[1]. Y el distinguido jurisconsulto y diputado á Cortes demócrata D. Javier Gómez de la Serna lo confirma[2].

«En muy poco estábamos conformes (escribe): disputábamos atrozmente de todo: yo, partidario de la evolución progresiva de Filipinas con España y sin el fraile; él, muy pesimista al ver que la España grande y generosa que él veía aquí no iba ni estaba en Filipinas, ni aun la conocían ni poco ni mucho.

»Un día terminó una de nuestras disputas diciéndome tristemente:

»—¡Tú no puedes ser de los nuestros!

»—¿Por qué?— le dije algo picado.

»Y señalándome mi rostro con el dedo, añadió:

»—Por el distinto color de nuestra piel[3].


»Cada día notaba yo más amarguras en sus palabras: cierto día me


  1. Esta carta, fechada en Dapitan á 11 de Noviembre de 1892, se reproduce íntegramente más adelante.
  2. Artículo intitulado Rizal, publicado en El Renacimiento, diario de Manila; número del 12 de Marzo de 1904. El Sr. Gómez de la Serna pasó la niñez y parte de la primera juventud en Filipinas; razón por la cual trató en Madrid á no pocos jóvenes allá nacidos, condiscípulos suyos del Ateneo de Manila. Uno de éstos fué Rizal.
  3. El color de la piel fué una de las mayores obsesiones de Rizal. Blumentritt, hablando por Rizal, en la necrología de que se ha hecho mérito, dice: «La desgracia de los hombres de color radica sólo en el color de su piel. En Europa hay mucha gente que se eleva desde el nivel más inferior del pueblo hasta los más altos empleos y honores. En estos se encuentran dos clases: á la primera pertenecen aquellos que hallándose en la cúspide saben conservar su rango sin negar su origen, antes bien sintiéndose orgullosos de él, y que son respetados y considerados; y á la segunda aquellos que al llegar á las alturas sirven de chacota y hazme reir á la gente, que les echan en cara su origen humilde. Un hombre de color pertenece á esta segunda clase: es decir, que aun siendo tan noble y perfecto caballero como el que más, sólo por el color de su cara, se ve el doloroso juicio que de él forman los europeos. Esto se observa aun en los detalles más baladíes: así, tenemos, que un descuido que tenga cualquiera perteneciente á una familia linajuda, se le perdona, y en cambio otro descuido más insignificante que tenga un indio, hace decir enseguida: «¡Qué quiere usted!; ¡es un individuo de color». Aún es más: falta á la etiqueta un abogado notable, y nadie ve en esto más que una originalidad; observa un hombre de color la más exquisita corrección, y no se dice más sino: «¡Qué bien enseñado está!», de la misma manera que se ve lo bien que un perro amaestrado lleva su traje en el circo».
    Tales eran la ideas de Rizal, no del todo desprovistas, desgraciadamente, de fundamento. — Pero faltóle añadir que esos juicios son del vulgo; porque el filósofo, el hombre superior, no juzga á los demás por el color de la piel, sino por la inteligencia y los sentimientos. — Seguramente que eso que pensaba Rizal, no lo dijeron de él los muchos sabios á quien trató en Europa. La prueba de ello es que Blumentritt añade: —«El Dr. Rizal decía, por último, que no le admiraban nada los prejuicios de los europeos para los indios, al ver en Europa cuán erróneas ideas tenían unas naciones de otras.»