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W. E. RETANA

Al oir la relación del «anciano militar», Crisóstomo se indignó, siquiera lo disimulase. Dió las gracias á Guevara, y se separaron. El joven filipino se fué á la fonda. Y allí, en su cuarto, echóse á divagar sobre las impresiones recibidas: su padre había muerto en la cárcel; el P. Dámaso acababa de menospreciarle con reiterada grosería, durante la cena… Ibarra pasó una noche cruel. Entraba con mala estrella en Manila, al cabo de algunos años de ausencia.

A la mañana siguiente se fué á ver á María Clara; ambos se habían amado siendo niños. Ella se emocionó. «¿Qué se dijeron aquellas dos almas, qué se comunicaron con ese lenguaje de los ojos, más perfecto que el de los labios, lenguaje dado al alma para que no turbe el éxtasis del sentimiento?»… Pasadas las primeras emociones, establécese franca y jovial comunicación. María Clara le recordó una escena campestre, en la que ambos fueron protagonistas.

«—De vuelta al pueblo y ardiendo mucho el sol (le dice) cogí hojas de salvia que crecía á orillas del camino, te las dí para que las pusieses dentro de tu sombrero y no tuvieses dolor de cabeza. Sonreiste, entonces te cogí de la mano é hicimos las paces.

»Ibarra se sonrió de felicidad, abrió su cartera y sacó un papel dentro del cual había envueltas unas hojas negruzcas secas y aromáticas. «—¡Tus hojas de salvia!, contestó él á su mirada; esto es todo lo que me has dado.»

»Ella á su vez sacó rápidamente de su seno una bolsita de raso blanco. «—¡Pa!, dijo ella dándole una palmada en la mano; no se permite tocar: es una carta de despedida.»

Ibarra sufrió al verla, porque le evocó el recuerdo de su padre… Lo que no podía presumir era que esa carta por él escrita, siendo un niño, había de servir más tarde como prueba de su filibusterismo. Ibarra se despidió de Clara y marchóse al pueblo de San Diego, su cuna, de donde hacía siete años que faltaba. Sigámosle.

Precisamente era el día de Todos los Santos: Crisóstomo juzgó un deber sagrado visitar cuando antes la tumba de su padre. Fuése, pues, al cementerio; y allí supo, con verdadero dolor, que, por orden expresa del «cura grande» (el P. Dámaso), el cadáver de D. Rafael había sido desenterrado: el sepulturero, al recibir dicha orden, recibió además la de volver á enterrar los restos de aquel hereje en el cementerio de los chinos; pero como llovía y el trayecto no era corto, optó por echar el muerto al agua de la laguna: en medio de todo, según la lógica de aquel sencillote indígena, preferible era yacer en el fondo del lago á yacer entre los infieles hijos del Celeste Imperio. Ibarra enloqueció ó punto menos al oir la relación. Salió del camposanto y se encaminó á su casa, que la tenía, y muy buena, en su pue-