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W. E. RETANA

lectura que le era muy agradable, pues no soltaba nunca aquellas obritas, que me vi obligado á regalárselas en vista de su afición á cogerlas de mis armarios en cuanto volvía del colegio.

»Una tarde, era un jueves, había vacación y los muchachos estaban, á pesar del calor, jugando á la sarangola (cometa) desde una de las azoteas de mi casa. El joven Pepito estaba en la ventana del comedor con su Iriarte en la mano y dirigiendo de cuando en cuando miradas á sus compañeros, que disputaban entre sí por sus voladores. De pronto, uno de los más pequeños se puso á llorar con desesperación: su volador se había enredado en una de las matas que en una de las cornisas de la torre de la catedral de Manila había crecido, con esa potencia germinativa que en estos países adquieren las plantas. El dueño del volador lloraba, mientras sus compañeros reían á mandíbula batiente, burlándose de él; Pepe dejó el libro en el alféizar de la ventana y salió á consolar á su compañero, y dirigiéndose á los demás que se reían, les dijo: — «Señores, no os burléis del pobre; bastante desgracia tiene con la pérdida de su juguete favorito.» — Cogió la cuerda del volador, y tiró de ella; después de convencerse de la imposibilidad de desasir el artefacto de aquella mata, se fijó bien cómo estaba sujeto, y luego le dijo á su lloroso amiguito: — «No llores ni tires de la cuerda; yo veré si te lo puedo traer.» — Y echó á correr, subió á la torre, y por el agujero en que estaba la esquila…, salió por debajo… y por una moldura saliente se fué gateando hasta donde estaba la mata en que el volador quedó aprisionado; tiró de él, y á gatas volvió á meterse por debajo de la campana del Ángelus.

»Cuando estaba él en el momento de desenredar la sarangola de la mata, salí yo de mi habitación, y al ver la ansiedad, la fijeza al par que el silencio de todos los muchachos que estaban en la azotea y al sol, fuíme hacia ellos á enterarme de aquella estupefacción; dirigí la vista hacia donde ellos la tenían puesta, y vi al muchacho en grave peligro de que una ráfaga de viento lo arrastrara con el volador y lo precipitara al abismo; temblé de pies á cabeza; pregunté quién era, y me dijeron que era Rizal. Salí corriendo á ir por él á la torre; lo encontré bajando ya el último piso de la misma; lo cogí del brazo y le dije: — «¡Chiquillo!, ¿por qué has ido por ese volador á un sitio tan peligroso? ¿Vale acaso tu vida menos que unos cuantos pliegos de papel de Japón y unas cañitas? ¿Por qué has bajado á la calle sin pedir permiso?»

»—Señor, perdone usted; la sarangola no es mía; es de Julio Melliza, el pequeño: como lloraba y los demás se reían, me dió lástima, y he ido por la cometa. No hay tanto peligro como usted cree;