Paradas cosmopolitas

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Paradas cosmopolitas[editar]

-«Mire, don Anacleto; ¿por qué no se retira? Mejor que se vaya para su casa, hombre, a dormir. ¡Mañana será otro día!» decía, con tono persuasivo, don Juan Antonio a un gaucho algo entrado en años y bastante mamado, que empezaba a meter bulla.

Pero, en este mismo momento, entró en la casa el hijo mayor de don Anacleto, hombre ya, y conocido por guapo, que venía en busca del padre; y el gaucho viejo, sintiéndose con resguardo seguro, se afirmó en el mostrador y echó a compadrear más fuerte que antes.

Pidió otra copa, a pesar de la discreta exhortación del hijo, que le aseguraba que su mamá los esperaba para comer; y empezó a explicar, sin que nadie lo hubiera provocado, y a repetir con insistencia tenaz y cargosa: «Que él no tenía miedo a nadie, y que quien lo buscaba lo encontraba, y que a nadie le sabía mezquinar el cuerpo; que bien sabía que hay hombres que lo quieren embromar a uno, y ponerlo en compromisos, pero que él era pobre y honrado y no se dejaba pisar, y que todavía sabría enseñarles, a esos compadritos lampiños, que el viejo Anacleto era capaz de ponerlos a raya; y que no, por unos mocosos, aunque fueran extranjeros, iba a dejar el sitio; que él era buen criollo, y que sólo a los ingleses los respetaba, porque había tenido un patrón inglés, que si no lo hubiera echado, todavía estaría con él; y que mientras habría un gancho para pelear, ahí estaría Anacleto».

¡Parada! ¡Pura parada!, pero parada de gaucho borracho, fastidiosa como el ruido de la lluvia tormentosa en techo de fierro; enervante, porque nunca se sabe si no traerá alguna manga de piedra, o -si dura-, algún desastre.

Hay paradas más inofensivas. Miren el tordillo viejo, si supiera todo el miedo que le tiene el maturrango a quien lleva de jinete, capaz sería de erguir la cabeza, y acordándose de otros tiempos, de echar a corcovear. Y seguramente, en ese caso, el pobre Nicolás Guazzalone, venido, hace poco, de Nápoles, no demoraría ni un minuto en comprar terreno. Pero el tordillo es sumamente pacífico, y sólo extraña que su jinete lo sujete de la rienda, como si fuera redomón, y lo haga trotear corto y seco, en vez de dejarlo galopar como acostumbra.

El amigo Nicolás, con las piernas medio descuartizadas por lo ancho del recado que le han prestado, con los pies fuera de los estribos, y abiertos como hojas de guadaña, suda a mares y salta como mano de mortero pisando mazamorra.

Su pantalón está ya a la altura de las rodillas, el sombrero bambolea; la mano derecha, armada del rebenque, busca, inquieta, donde prenderse, en las pilchas del recado, y la catástrofe final le parece tan cercana al imprudente, que ya encomienda sus huesos a la Santa Madona, cuando, de repente, en movimiento involuntario, afloja la rienda, y el tordillo echa a galopar, con el ritmo suave del caballo pampeano.

El susto fue rudo, pero breve; el mismo galope restableció el equilibrio físico y moral del jinete; y Nicolás Guazzalone, cuando vuelve a pasar por delante de la puerta de la casa de negocio, donde le había parecido oír, momentos antes, un concierto de risas burlonas, aunque siempre tenga los pies abiertos, el sombrero en la nuca, y el pantalón arremangado, lleva ya inscripta en la mirada orgullosa, la conciencia de su valor como amansador de animales ariscos, y hasta se atreve a castigar el tordillo, arriesgada parada, ésta, que casi descompone las cosas.

Con todo, el napolitano, a los pocos meses, se ha vuelto tan compadre, que podría ser peligroso, a ratos, expresar dudas demasiado acentuadas sobre alguna de las inauditas proezas de que se alaba, pues lleva en la cintura tamaña cuchilla, mal afilada, es cierto, pero sospechosa de traicionera, y un tremendo «ribólbere», como lo llama él.

Dios los cría y ellos se juntan: al airoso hijo del Vesubio, de palabra redundante y de mirada torva, que a fuerza de paradas y de jeringonza gesticulante, ha logrado criar fama de malo, dándoles a los gauchos del pago las ganas de probarle las costillas, a la vez que cierto recelo para empezar, se ha pegado como garrapata, Ramón Olivares, español, acopiador de frutos, de boca más zafada que un juramento, y más guapo,-en palabras-, que el mismo Matamoros.

Es un dúo lindo, cuando cuentan sus hazañas los dos compañeros; si de peleas hablan, puras victorias han sido; y si de negocios, pichinchas resultan todas las compras, y cada venta, una fortuna.

Lo que sí, un día que subía de punto el interés, al articular enfáticamente Olivares, que «al ver el peligro, ¡había salido como un rayo!» un gaucho, medio divertido, agregó: «por la puerta del fondo»; y no rectificó el narrador.

Puede ser que haya sido porque, justamente, en ese momento, discutía, elevando la voz, un oficial albañil, francés de nacionalidad, con un peoncito que le quería ayudar a transportar una escalera pesadísima.

«¡Oh! ¡Decate de ambromar!» le dijo el francés, hombre de poca estatura, pero de anchas espaldas y de aspecto nervioso, vestido de blusa azul y de pantalón ancho de corderoy.

Y, alzando sólo la escalera, la llevó, erguido, concentrando toda su energía en no aflojar más, bajo su peso, que si hubiera sido de pluma, para él.

Esfuerzo bárbaro, reventador, inútil y gratuito, pero debidamente compensado, para el buen francés que era, y que, como tal, no sospechaba que toda admiración encierra una levadurita de envidia y por consiguiente de odio, por el aplauso, criollamente pasivo y mudo, de los concurrentes.

Entre estos estaba Mr. Goldenclaw, medio ingeniero del ferrocarril, hombre fornido y fuerte, de pelo rubio como el sol y de cara colorada, que fumando tranquilamente en su pito de madera, apoyado de espaldas en el mostrador, y vaciando y volviendo a llenar su copa de whisky, consideraba con desdeñoso interés, el instructivo espectáculo de todo este latinaje, que se desgastaba en palabras vanas y gestos improductivos.

Él, no; gracias al irresistible poder de las libras esterlinas, sus atrevidas, frías y proficuas compatriotas, paulatinas conquistadoras de la Pampa y de todo lo que en ella se vende, almas y cosas, no tenía más que dirigir, descansado, y con sueldo gordo, los trabajos rudos hechos por esos mismos latinos, pobres, flacos, harapientos y bochincheros, que siempre tiran inútilmente la plata, o la amontonan sin usarla.

Impasible, pensaba, con razón, que pueden quedar callados ciertos orgullos, de tamaño suficiente para que todos los vean, sin que necesiten gritar: «¡Aquí estoy!»

Y parecía ser de la misma opinión, un alemán, vendedor, ambulante todavía, pero con aspiraciones a establecerse pronto, «te basdelidos y te una borción de odras gozas», que con su canasta del brazo, miraba con atención al inglés, pensando ya que también esto se puede imitar.