Pasarse de listo: 02

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Pasarse de listo de Juan Valera
Capítulo II

Capítulo II

Era noche de grande entrada. Allí estaban casi todos los jóvenes periodistas, empleados y poetas; cuanta cursi hay en Madrid, esto es, todas las señoras y señoritas de poquísimo dinero que aspiran a ser notadas o conocidas en la buena sociedad, o dígase en la sociedad de más dinero, por mala que sea; muchas familias honradas de la clase media, sin otras aspiraciones que las de aspirar el aire fresco y distraerse un poco oyendo la música; las suripantas o heteras de todos los grados y categorías, con tal de haberse encontrado poseedoras de una peseta a la hora de entrar; multitud de hombres políticos notables de los quince o veinte partidos que hay en España; un centenar de generales; no pocos diputados, senadores y ministros; y, por último, aquella parte del beau monde que aún no había salido a veranear, que prometía salir, o que se hallaba tan segura de su crédito de pudiente que no temía comprometerle pasando en Madrid un verano.

Todo este público, o estaba sentado en sillas y bancos, formando corros, murmurando, politiqueando, coqueteando o enamorándose, o giraba en torno del Kiosco, desde donde sonaba la música, dando vueltas y vueltas, aunque sea pérfida comparación, como mulos de noria.

El jardín, como nadie ignora, es muy bonito; y, por la noche, iluminado con luces de gas veladas por globos de cristal blanco y opaco, parece mayor. Aquella iluminación presta a los árboles y a la verde hierba y a las flores cierta vaguedad y hermosura. La animación y el bullicio dan al conjunto superior agrado.

Las mujeres, cuando no las ciega la vanidad o el prurito de distinguirse, van por lo común bien vestidas. De cada veinte se puede afirmar que una, a lo más, y no es mucho, suele encomendarse al diablo para que la vista y la peine, por donde aparece en los Jardines hecha una tarasca; pero las otras diez y nueve van como Dios manda; unas de mantilla, otras de sombrero, y no pocas son muy guapas, sea como sea lo que lleven.

Lo único que, en general, pudiera censurarse aquella noche, y puede censurarse aún en el traje de las mujeres, es lo largo de las colas. Para ir a pie a los Jardines, y, aunque se vaya en coche, para pasear luego a pie, es feísimo y sucio todo aquel aditamento de enagua blanca y de vestido que va arrastrando, llenándose de polvo, levantándole y esparciéndole en el aire, y barriendo, por último, cuanta inmundicia encuentra al paso. La cola no está bien sino para andar sobre limpias y mullidas alfombras, o sobre mármol bruñido y lustroso, o sobre preciosas y pulidas maderas, incrustadas en forma de primoroso mosaico. Para andar por las calles o por el campo, donde suele haber lodo y quién sabe cuántas cosas peores, toda mujer de gusto debe prescindir de la cola. Algunas, aunque son las menos, prescinden ya.

En la noche a que nos referimos, iba declamando contra las colas un caballerito, como de veintiocho años, recién llegado de Alemania y de Francia, y de lo más elegante, atrevido y alegre que puede imaginarse. Rodeábanle e involuntariamente le admiraban y le reían las gracias otros cinco jóvenes de lo más atildado y encopetado de Madrid.

Nuestro declamador había venido tan extemporáneamente para un negocio de su casa. Pensaba pasar en Madrid tres o cuatro semanas a lo más, e irse a Biarritz en Setiembre.

Tenía fama de calavera; pero no de los calaveras víctimas y explotados, ni tampoco de los verdugos y explotadores. Aunque generoso, no solía prestar a los que se llaman amigos, ni había tomado prestado de los usureros, y sabía contenerse cuando jugaba y perdía, y no se dejaba saquear de sus administradores, y llevaba en la memoria todas sus fincas, rentas y productos, y miraba por todo, y cuando daba era con su cuenta y razón y sin cegarse nunca por vanidad o por afecto.

Este caballerito poseía más de 15.000 duros al año; era soltero, andaluz, no tenía una sola deuda, y llevaba el título de Conde de Alhedin el Alto.

Jamás había querido estudiar ni seguir carrera ninguna. Era, sin embargo, curioso y despejado; había leído muchas novelas y libros populares y amenos de toda clase de ciencias; y con esto, y con el trato del mundo, y los viajes por lo mejor de Europa, había llegado a tener un espíritu bastante cultivado y que lo comprendía todo, si bien someramente.

Detestaba la política. Abominaba de los periódicos. Jamás tomaba uno en la mano sino para leer anuncios. Los acontecimientos públicos contemporáneos le fastidiaban, y no quería enterarse de ellos. Hallaba mil veces más poéticas las historias antiguas que las modernas, y le interesaba mucho más la caída de Sardanápalo que la de Napoleón III y las fabulosas conquistas de Osiris que las del primer Napoleón.

No había querido decidir consigo mismo si era realista o republicano, liberal o no liberal, partidario de esta Constitución o de aquella.

En religión y en filosofía era menos perezoso; pero, si en política era indiferente, en esto otro era vacilante. En aquello, poco le importaba no resolverse; en esto, a pesar suyo, no se resolvía.

Por lo demás, en cuanto tenía que hacer con lo práctico de su vida y de su conducta, el Conde de Alhedin tenía una filosofía propia, una doctrina determinada, una colección de principios que le servían de pauta y de norma para su conducta.

Réstame decir que este héroe, que pongo en campaña, era de mediana estatura, airoso, fuerte y ágil. Tiraba al florete como pocos, y con una pistola en la mano casi nadie se le adelantaba. Gran jinete y buen cazador, jamás había presumido de torero. A lo que sí tuvo afición, durante dos o tres años de su juventud más temprana, fue a imitar a Leotard, y con tan buen éxito, que volaba por los aires, en los combinados trapecios, como si fuera brujo. No lo era, sin embargo, sino un lindo muchacho, moreno, con hermosos ojos, pelinegro y de retorcidos bigotes y bien peinada y reluciente barba.

Después de haber disertado contra las colas, refirió una serie de anécdotas, ocurridas a él o a algún conocido suyo, en las tierras extrañas de donde venía. Algunas de estas anécdotas eran de caza o de equitación; las más fueron de amores, hallando medio de divulgar sus triunfos y conquistas, que aparentaron creer o creyeron sus interlocutores, o mejor dicho, su auditorio, pues el Conde era de aquellos que, si bien hablan primorosamente, fatigan y ofenden a los menos sufridos, monopolizando el uso de la palabra y no consintiendo, como vulgarmente se dice, que nadie meta baza o cucharada sino ellos.

A pesar de este monopolio no se ha de negar que el Conde era divertido en su conversación. Hablando, encantaba o deslumbraba. Narraba como pocos, y con tal arte, que él mismo se creía la historia, aunque fuese mentira, y el auditorio solía creérsela también. Se diría que la imaginación y la memoria eran en el Conde una sola y única facultad del alma.

Era petulante, pero con petulancia graciosa, jovial y dulce que a nadie ofendía. Sus finos modales y su simpática figura contribuían mucho a producir tan buen efecto.

Aquella noche le había dado por denigrarlo todo. Recordando a las princesas rusas, a las ladies inglesas, a las condesas alemanas, a las francesas del Faubourg Saint-Germain, y hasta a las griegas fanariotas que había tratado con la mayor intimidad, iba sosteniendo que no valían un bledo todas las mujeres que se paseaban en aquel momento en los jardines.

-Apenas, decía, si de toda esta desdichada muchedumbre se podrá entresacar media docena que merezca una declaración de amor.

Los amigos impugnaban tan cruel censura, y el Conde, para defenderse, sostenía su opinión con gracia y desenfado.

Conforme iba así disputando y paseando, advirtió de pronto que delante de él paseaban dos mujeres, pequeñitas ambas, esbeltas, jóvenes al parecer, aunque sólo de espaldas las veía, y que algo habían oído y seguían oyendo de su diatriba y de la disputa, porque de vez en cuando cuchicheaban y se reían, como si hicieran comentarios a la conversación de los que venían detrás.

No había visto el Conde la cara de ninguna de aquellas dos mujeres. El traje de ellas nada tenía de notable para ojos vulgares y profanos. La una vestía de ligera seda negra, y la otra un traje oscuro de pobre percal; las dos iban de mantilla. Había, no obstante, tal pulcritud y aseo en todo el ser y hasta en el ambiente que circundaba y envolvía a aquellas mujeres, que, sin atinar con la explicación, el Conde creyó sentir como una corriente magnética y se dio a imaginar que aquellas dos mujeres iban impugnando su aserto, y que cualquiera de ellas se consideraba con sobrada razón un argumento vivo, fortísimo e irresistible, contra sus fatuas afirmaciones.

Advirtió el Conde además que ambas tenían bonito cuerpo y movimientos airosos sin afectación, y que llevaban la falda bastante recogida para que no se manchase o empolvase torpemente en la arena y para que se pudiesen columbrar de vez en cuando pies menudos, afilados, altos de torso y calzados con esmero de graciosos botincillos.

El deseo de verles la cara se hizo sentir en seguida en el ánimo del Conde; pero ellas, quizás sospechando aquel deseo, no volvían la cara, puede que a fin de contrariarle y de hacerle más vivo.

El Conde tuvo que caminar más de prisa y pasar delante de ellas para mirarlas. Entonces vio con grato asombro que ambas eran lindísimas. En el rostro iban declarando que eran hermanas. Se parecían con ese parecido que llamamos aire de familia, y eran, con todo, muy diferentes. La mayor de edad y menor de estatura, la del traje de seda, era trigueña, con ojos y pelo negros, labios colorados como una guinda y blanquísimos dientes, que mostraba riendo. La menor, la del vestido de percal, era bastante más alta; parecía tener cuatro o cinco años menos que la otra; diez y ocho a lo más: era blanca y rubia, y con ojos azules, y propiamente semejaba un ángel. No reía tanto como la mayor, y se mostraba más seria y menos desenvuelta. Tenía singular expresión de dulzura, serenidad y apacible contentamiento.

Bien conoció el Conde que, las para él desconocidas, ni eran de lo que llaman la sociedad, ni podían tampoco colocarse en ninguno de los grados de la jerarquía del heterismo.

Su mirada penetrante y experimentada conoció en seguida que eran ambas de la clase media, o pobres o muy modestas; que la morena debía de estar casada y que era soltera la rubia. Vio que nadie las acompañaba, y creyó notar que estaban apuradas y como arrepentidas de haber venido solas, y que, si por un lado les lisonjeaba el amor propio haber llamado la atención de tan desdeñoso galán, por otro, andaban recelosas, casi consternadas de aquel pequeño triunfo.

Entre los amigos del Conde los había que se jactaban de conocer a todo Madrid, alto, bajo y mediano, con tal que perteneciesen las personas al sexo femenino. El Conde les preguntó quiénes eran aquellas muchachas. Todos las miraron, y todos dijeron que no las conocían.

-Serán forasteras, añadió uno.

-Serán recién llegadas a Madrid, dijo otro.

-Deben de ser o malagueñas o sevillanas, exclamó un tercero.

-Sevillanas son, repuso el Conde. No me cabe la menor duda.

Entonces hizo un pomposo elogio de las sevillanas en general, con claras alusiones a las dos que iban delante y que por tales tenía, y habló en voz mucho más alta que la que había empleado en la diatriba, a fin de que le oyesen ellas y sirviese su discurso como función de desagravios.

Pero las damas parecían temer los encomios y no las sátiras. No bien se oyeron encomiar apretaron el paso, y aprovechando un momento de confusión y bullicio, trataron de escabullirse.

El Conde tenía fija la vista en ellas. Siguió aquel movimiento; vio que se iban del jardín; y aprovechándose él también del bullicio, se separó de sus amigos, como si por acaso los perdiese, y tomó la misma calle de árboles por donde vio que las dos jóvenes se habían precipitado buscando la puerta del jardín.

Ridículo le parecía que hombre tan corrido como él corriese entonces desalado en pos de dos pobres chicas. No se juzgó Conde aristocrático y soberbio, sino estudiantillo novato o alférez recién salido de la escuela. Mas a pesar de sus juiciosas reflexiones, el Conde fue en pos de aquellas mujeres, y hasta formó el propósito de hablarles en cuanto saliesen del jardín, a fin de que, en el caso de un sofión, que harto le merecería por su vulgar mala crianza, no le viesen sujetos que lo pudieran contar.

Al salir del jardín vio el Conde a su lacayo que iba a llamar al cochero para que se acercase con la victoria.

-¡Ramón!, dijo el Conde, id a aguardarme a la puerta del Veloz-Club.

A poco la victoria partió.

El Conde siguió a pie a las dos mujeres.

Dos o tres veces se acercó a ellas y quiso hablarlas. Las miró, se encaró con ellas, casi las detuvo; pero hallaba tan feo, tan plebeyo, tan de mala educación, abusar así de que van solas dos mujeres, y perseguirlas y querer hablar con ellas, que se contuvo y no les habló.

En medio de estas vacilaciones, las dos mujeres vieron pasar un coche vacío. Se apoderaron de él rápidamente, dieron la dirección al cochero, le pagaron adelantado y doble para que picase, y salieron como escapadas, subiendo por la calle de Alcalá y entrando luego por la del Turco.

El Conde quiso seguirlas, pero su coche había ido a parar al Veloz, y coches de alquiler no parecían.

Quedose, pues, nuestro héroe parado como un bobo a la altura de la fuente de la Cibeles y burlándose de sí propio, por la serie de tonterías y chiquilladas que acababa de hacer.

¿Quién sabe si serían algunas costurerillas, algunas profesoras de primera enseñanza que habían venido a oposiciones, o algo no menos cursi, aquellas dos que le habían hecho hacer lo que no hizo jamás ni por reinas y emperatrices?