Ni los ministros han de acriminar los delitos de los otros, queriendo en los castigos mostrar el amor que tienen al señor; ni el señor ha de enojarse con extremo rigor por cualquier desacato. (Luc., cap. 9.)
«Sucedió, cumpliéndose los días de su Asunción; y como afirmase su cara para ir a Jerusalén, y enviase mensajeros delante; y como yendo entrasen en la ciudad de los samaritanos para aposentarle, y no le recibiesen, porque su cara era de quien iba a Jerusalén; pues como lo viesen sus discípulos, Jacobo y Juan, dijeron: Maestro, ¿quieres que digamos que el fuego baje del cielo y los consuma, como hizo Elías? Y volviéndose, los reprendió y dijo: No sabéis de qué espíritu sois. El Hijo del hombre no vino a perder las almas, sino a salvarlas. Y fuéronse a otro castillo.»
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