Rafael (Lorenzo tr.)/CV
CV
Es cosa extraña y venturosa para la humana naturaleza esa especie de imposibilidad de creer inmediatamente en la completa desaparición de un ser a quien. tanto se ha amado. Rodeado de testimonios de su muerte, esparcidos en torno mío, todavía no podía creerme separado para siempre de ella. Su pensamiento, su imagen, sus trazos, el sonido de su voz, el carácter singular de sus palabras, el encanto de su rostro, estaban para mí tan presentes, y, por decirlo así, tan permanentemente incorporados, que me parecía Lenerla allí más que nunca; que me envolvía en sus efluvios, que me hablaba, que me llamaba por mi nombre, y que, en levantándome, iba a encontrarla y a verla otra vez. Es una distancia que pone Díos entre la certidumbre de la pérdida y el sentimiento de la realidad; como la que ponen los sentidos entre los ojos que ven caer el hacha sobre el tronco del árbol, y el golpe que los oídos oyen retumbar más tarde. Esa distancia amortigua el exceso del dolor engañándole. Algún tiempo después de haber perdido lo que se ama no se lo ha perdido del todo todavía; se ve en sí mismo la prolongación de aquella existencia. Se experimenta algo comparable a lo que experimentan los ojos cuando han mirado mucho al sol poniente. Aunque el astro haya desaparecido del horizonte, sus rayos no se han apagado en nuestros ojós; fulgunan todavía mucho tiempo en nuestra alma.
Sólo poco a poco, y a medida que las impresiones se extinguen y se precisan ál enfriarse, se llega a sentir la separación completa y se puede decir:
"¡Ella ha muerto en mí!" ¡Porque la muerte no es la muerte: es el olvido!
Yo sentí este fenómeno del dolor aquella noche en toda su fuerza. Dios no quiso que yo bebiese mi dolor de un solo trago, temiendo ahogar con él toda mi alma. Me dió y me dejó largo tiempo la ilusión y la convicción de la presencia en mí, ante mí, y en mi derredor del ser celestial que no me había mostrado más que un año, para volver, sin duda, durante toda la vida, mis ojos y mi pensamiento hacia ese cielo adonde le había llamado en su primeravera y en su amor.
Cuando la vela del pobre batelero se apagó, apreté las cartas contra mi pecho. Besé mil veces el suelo de aquella estancia que había sido cuna de nuestro amor y había venido a ser su sepultura: cogí la escopeta, y me lancé maquinalmente, como un insensato, a través de los desfiladeros de la montaña. La noche estaba sombría. Se había levantado el viento. Las olas del lago, impulsadas contra las rocas bajas, estallaban con golpes tan cavernosos, lanzaban voces tan humanas, que varias veces me detuve sin aliento y me volví como si me hubiesen llamado por mi nombre. ¡ Oh, sf! ¡Me llamaban, no era ilusión; pero desde el cielo!