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Rafael (Lorenzo tr.)/L

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XLIX
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
L
LI

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Viaje día y noche, tan aturdido por mis pensamientos, que no sentía el frío, ni el hambre, ai la distancia, y llegué a M... como si saliera de un sueño, y sin recordar casi que había ido a París. Encontré a mi amigo Luis... que me esperaba en la casita de campo de mi padre. Su presencia fué dulce para mí. Siquiera podía hablarle tle lo que él admiraba tanto como yo. Nos acostábamos en el mismo dormitorio, y pasábamos una parte de la noche conversando sobre aquella divina aparición. A él no le había deslumbrado menos que a mí. La consideraba como una de esas ilusiones fantásticas, como una de esas mujeres fuera de lo natural, tales como la Beatriz del Dante, la Leonor del Tasso, la Laura de Petrarca, o como Victoria Colonna, poetisa, amante y heroína a la vez; figuras que pasan por la tierra casi sin tocarla y que sólo se detienen en ella para fascinar la mirada de algunos hombres privilegiados del amor, exaltar sus almas a inmortales aspiracio nes y ser el Sursum corda de las imaginaciones elegidas. Por parte de Luis, el amor no podía llegar adonde llegaba el entusiasmo. Su tierno corazón, enfermizo y herido precozmente, estaba entonces lleno de la conmovedora imagen de una pobre y piadosa huérfana emparentada con él.

Su felicidad habría consistido en casarse con ella para vivir en paz y obscuridad en una casita de los campos de Chambery. La falta de foruna de los dos pobres amantes los retenía en los límites de una tierna y triste amistad, temerosos de arrastrar un apellido en la indigencia y de legar la miseria a sus hijos. La joven murió unos años más tarde, de desaliento y de soledad. Fué una de las más dulces figuras que yo he visto extinguirse por falta de un poco de favor de la suerte. Su rostro, donde todavía quedaba el resto de una floreciente juventud, tan pronta a reflorecer como a apagarse, era la más graciosa y sublime imagen de esa virtud del infortunio que se llama resignación. Se quedó ciega a fuerza de llorar en secreto durante sus largos años de espera e incertidumbre. La encontré una vez en uno de mis regresos de Italia. Llevábala de la mano una de sus hermanitas por las calles de Chambery. Cuando oyó mi voz, palideció y buscó a tientas un apoyo para su mano ciega.

"¡Perdón! me dijo—, Es que cuando yo oía esa voz en otros tiempos, escuchaba otra con ella." ¡Pobre muchachaj Hoy oye desde el cielo la voz de su amante.