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Rafael (Lorenzo tr.)/LI

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Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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¡Cuán largos fueron los dos meses que tuve que pasar lejos de ella en el campo, o en la ciudad, en la casa de mi padre, hasta que llegase la época en que habíamos de neunirnos en París!

En los tres o cuatro meses que acababan de transcurrir había yo agotado la pensión que me pasaba mi padre, los recursos de la ternura de mi madre y la bolsa de mis amigos para pagar las deudas que la disipación, el juego y los viajes me habían hecho contraer. No contaba con ningún medio de procurarme la pequeña suma necesaria para ir a París y vivir allí, aunque fuese en el aislamiento y la privación. Había que esperar al mes de enero, plazo en que 'mi padre me pagaba uno de los cuartos de pensión, y época también en que un tío, rico pero severo, y unas viejas tías, buenas pero prudentes, tenían la costumbre de hacerme algunos regalillos. Esperaba, con la ayuda de todos aquellos recursos, reunir seis u ochocientos francos, cantidad suficiente para sostenerme unos meses en París. Mi vanidad no había de sufrir por tal mediocridad, porque mi vida estaba sólo en mi amor.

Todas las riquezas del mundo no me habrían servido más que para comprar el momento del día que yo aspiraba a pasar junto a ella!

Pasé los días de espera pensando en ella solamente. Los dos nos habíamos consagrado todas nuestras horas. Por la mañana, al despertarse, ella se encerraba para escribirme. En el mismo momento estaba escribiéndole yo. Nuestras páginas y nuestros pensamientos se cruzaban a diario en el correo; se interrogaban, se respondían, se confundían sin interrupción de un día. Así no había, realmente, entre nosotros más que unas horas de ausencia, las de la tarde y la noche, y yo las llenaba con su contemplación. Me rodeaba de sus cartas. Las abría sobre mí mesa. Las desparramaba por mi lecho. Las aprendía con el corazón. Me recitaba a mí mismo los pasajes más penetrantes y más apasionados, e imaginaba en ellos su voz, su acento, su ademán, su mirada.

La respondía. De ese modo lograba producir en mí tal ilusión de la realidad de su presencia, que me ponía triste e impaciente cuando se me interrumpía para las comidas o para las visitas. Me parecía que venían a arrebatármela o a expulsarla de mi habitación. En mis largas excursiones por las montañas o por las praderas brumosas y sin horizonte que bordean el río llevaba su carta en la mano, Me sentaba muchas veces en las peñas o en la orilla del agua para releerla, y cada vez me parecía descubrir una palabra o un acento que se me había escapado la vez anterior. Recuerdo que dirigia siempre mis excursiones al Norte, como si cada paso que daba hacia París me hubiese acercado a ella disminuyendo otro tanto la cruel distancia que nos separaba.

Algunas veces me alejaba mucho por los camiCong nos de París con esa intención. Cuando tenía que volver atrás, luchaba conmigo mismo mucho tiempo. Me ponía triste y me volvía muchas veces a mirar al punto del horizonte donde ella respiraba. Regresaba despacio y pesadamente, ¡Oh cómo envidiaba las alas de los cuervos, llenas de nieve, que volaban hacia el Norte a través de la bruma! ¡Oh cuánto daño me hacían los coches que veía pasar por el camino corriendo hacia París!¡Cuántos días de mi inútil juventud no habría yo dado por ocupar el puesto de uno de aquellos viejos ociosos que miraban distraídamente por el cristal de las portezuelas al joven solitario que marchaba por la orilla del camino a contrapaso de su corazón! ¡Oh qué interminablemente largos me parecían los días, sin embargo, tan cortos, de diciembre y enero! Sólo una hora entre tantas era buena para mí: aquella en que sentía desde mi habitación el paso, la carraca y la voz del cartero que distribuía las cartas por las puertas del barrio. En cuanto le oía, abría mi ventana. Le veía subir del fondo de la calle con las manos llenas de cartas, que entregaba a las criadas, y esperaba delante de cada casa a que le pagaran el importe. ¡Cuánto maldecía yo la lentitud de aquellas buenas mujeres que nunca acababan de contar la moneda entre sus manos!

Antes que el cartero llamase a la puerta de mi padre, había yo bajado la escalera y atravesado el vestíbulo, y me plantaba palpitante en el umbral. Mientras el viejo aquél revolvía su paquete de cartas, rebuscaba yo con los ojos el sobre de fino papel de Holanda y la dirección de bella letra inglesa que me revelaban mi tesoro entre todos aquellos papeles groseros y aquellos letreros toscos de letras de comercio o vulgaridades por el estilo. Velaba mis ojos una nube. Latía mi corazón. Se me doblaban las piernas. Ocultaba la carta entre mis ropas, temeroso de encontrar a alguien en la escalera y de que mi madre sospechara de tan frecuente correspondencia. Me refugiaba en mi habitación. Me encerraba con cerrojo para devorar en libertad aquellas páginas sin ser interrumpido. ¡Qué de lágrimas, de besos, de dentelladas no imprimía yo en el papel! ¡Ay de mí! Cuando, al cabo de los años, he vuelto a repasar aquellas cartas, ¡cuántas palabras borradas por mis labios cortaban el sentido de las frases lavadas o rasgadas por mis lloros y mis transportes!