Rafael (Lorenzo tr.)/LII
LII
En cuanto acababa de almorzar volvía a mi cuarto para releer mi carta y contestarla. Eran aquéllas las horas más deliciosas y más febriles del día. Cogía cuatro hojas del más grande y fino papel de Holanda, que Julia me había enviado de París para ese objeto. Empezaba muy arriba, acababa muy abajo, escribía en los márgenes, volvía a escribir a través de las líneas, y así, cada página contenía millares de palabras. Todas las mañanas llenaba las cuatro hojas, y aún me parecfan llenas demasiado pronto y demasiado estrechas para el desbordamiento tumultuoso y apasionado de mi pensar. No había en mis cartas principio, medio ni fin, ai gramática, ni nada de eso que generalmente se entiende por estilo. Era mi alma que, desnuda ante otra, expresaba, o, más bien, badbucía, como podía buenamente, las turbulentas sensaciones de que estaba llena, valiéndose del insuficiente lenguaje humano. ¡Nuestro lenguaje no se ha hecho para expresar to inefable; signos imperfectos, frases vacías, palabras huecas; lengua de hielo que la plenitud, la concentración y el fuego de nuestras almas hacían fundirse como un metal refractario, para formar con ella no sé qué vago idioma etéreo, fulgente, que acariciaba como una lengua de fuego que nadie podía comprender sine nosotros, porque era nuestra esencia misma! Nunca la efusión de mi alma se detenía o enfriaba. ¡Si el firmamento hubiese sido no más que una página, y Dios me hubiese dicho que la llenara con mi amor, en esa página no habría podido contenerse todo lo que yo sentía dentro de mí! ¡No me detenía hasta que las cuatro páginas estaban colmadas, y siempre me parecía que nada había dicho! Y es que, en efecto, no había dicho nada, ponque, ¿quién puede expresar lo infinito?