Rafael (Lorenzo tr.)/LIII
LIII
159 Aquellas cartas en que yo no ponía ninguna mísera pretensión de ingenio, que no eran una obra, sino una voluptuosidad, me habrían servido maravillosamente más tarde si Dios me hubiese destinado a hablar a los hombres o a pintar en obras de imaginación los matices, los desfallecimientos o el furor de las pasiones del alma.
Puedo asegurar que yo luchaba desesperado, como Jacob con el ángel, al escribirlas, contra la pobreza; la rigidez y la resistencia del lenguaje de que me veía obligado a servirme, ya que no conocía el del cielo. Los esfuerzos sobrenaturales que yo hacía para vencer, dulcificar, dilatar, plegar, espiritualizar, colorear, inflamar o apagar las expresiones; la necesidad de decir con palabras los más íntimos e incoercibles matices del sentimiento; las aspiraciones más etéreas del pensamiento; los impulsos más irresistibles y las castidades más contenidas de la pasión, y, en fin, hasta las miradas, las actitudes, los suspiros, los silencios, los desmayos, los aniquilamientos del corazón en la adoración del invisible objeto de su amor; aquellos esfuerzos, digo, que rompían la pluma bajo mis dedos como un instrumento rebelde, la hacían, sin embargo, algunas veces encontrar, al romperse, la palabra, el giro, el órgano, el grito que buscaba para dar una voz a lo imposible. Yo no había hablado en ningún idioma, pero había gritado el grito de mi corazón y me había entendido.
Cuando me levantaba de la silla, después de este rudo y delicioso combate con las palabras, la pluma y el papel, recuerdo que, a pesar del frío de mi estancia en invierno, corría un sudor helado por mi frente. Abría la ventana para refrescarme y enjugarme los cabellos.