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Rafael (Lorenzo tr.)/LIV

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LIII
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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Pero mis cartas no eran sólo gritos de amor, eran más frecuentemente invocaciones, contemplaciones, ensueños sobre lo porvenir, perspectivas ceIestes, consuelos, plegamias.

Aquel amor, privado por su naturaleza de todas las voluptuosidades que desahogan el corazón al satisfacer los sentidos, había mreabierto en mí las fuentes de la piedad, enturbiadas o agotadas por los placeres viles. Este sentimiento se elevaba en mi alma a la altura y la pureza del amor divino.

Yo hacía por alzar conmigo hasta el cielo, en las alas de mi imaginacin exaltada. y casi mística, aquella segunda alma doliente y seca. ¡Hablaba de Dios, único ser bastante perfecto para haber creado aquella perfección sobrehumana de belleza, inteligencia y termura; único Ser bastante grande para contener la inmensidad de nuestras aspiraciones; único Ser infinito e inagotable para absorber y sepultar en su seno el amor que había encendido en nosotros para que su llama, al consumirnos el uno por el otro, nos hiciese exhalar, al uno y al otro, nuestros suspiros en El! Yo consolaba a Julia de los sacrificios de una dicha más completa que el deber nos imponía en el mundo. Le hacía notar el mérito de tales sacrificios de un instante a los ojos del eterno remunerador de nuestras acciones.

Bendecía yo la pureza y el desinterés de nuestros sentimientos malheridos, puesto que habían de procurarnos un día la felicidad más inmaterial y angélica en la atmósfera perdurable de los espíritus puros! ¡Llegaba al extremo de declaramme dichoso y a entonar el himno de una resignación a que estábamas condenados por un amor más grande que el amor mismo! Conjuraba a Julia a no pensar en mis penas y a no pasarlas ellas tampoco. Le mostraba un valor, un desprecio de la felicidad terrenal, que muy a menudo no estaban más que en mis palabras. Le hacía el holocausto de todo lo que había en mí de humano. Me elevaba a la inmaterialidad de los ángeles para que no sospechara un sufrimiento o una nostalgia en mi adoración. Le rogaba que buscase en una religión tierna y confortable, en la sombra de las iglesias, en la fe misteriosa del Cristo, Dios de las lágrimas, en la genuflexión y la invocación, las esperanzas más próximas, los consuelos y las dulzuras que en todo ello había encontrado yo cuando era niño. Ella me había devuelto el sentimiento de la piedad. Yo componía para ella aquellas oraciones encendidas y tranquillas que suben al cielo como una llama que ningún viento hace oscilar. Le decía que pronunRAFAEL 11 ciase aquellas oraciones a ciertas horas del día y de la noche en que yo las pronunciaría también, para que nuestros pensamientos, unidos en las mismas palabras, se elevaran juntos a la misma hora en una misma invocación. Y luego dejaba correr mis lágrimas, que ponían sobre las palabras huellas más elocuentes y más íntimas, sin duda, que las palabras mismas. Iba a echar al correo furtivamente aquella medula de mis huesos. Al volver me sentía exonerado, como si hubiese arrojado una parte del peso de mi propio corazón.