Rafael (Lorenzo tr.)/LIX
LIX
No tenía que preocuparme del alojamiento en París. Uno de mis amigos, el joven conde de V, recientemente regresado de sus viajes, iba a pasar allí el invierno y la primavera. Me había ofrecido compartir conmigo un reducido entresuelo, encima de la portería, que ocupaba en el magnífico hotel del mariscal Richelieu, en la calle Nueva de San Agustín, hotel que después ha sido demolido. El conde de V, con quien yo sostenía correspondencia, casi cotidiana, estaba informado de todo.
Le había yo dado una carta de presentación para Julia, a fin de que conociese al alma de mi alma y comprendiese, si no mi delirio, al menos mi adoración por aquella mujer. A la primera impresión comprendió, en efecto, y casi compartió, mi entusiasmo. Las cartas que me escribía estaban impregnadas de respeto y casi de piedad por aquella melancólica aparición, suspendida entre la muerte y la vida, pero retenida, me decía él, por el amor inefable que sentía por mí. No cesaba de hablarme de ella como de un don celeste que Dios había otorgado a mis ojos y a mi corazón, y que me elevaría por cima de la humanidad mientras yo estuviese envuelto en sus divinos rayos. Convencido de la indole sobrenatural y santa de nuestros lazos, V consideraba nuestro amor como una virtud. No se avergonzaba de ser nuestro confidente e intermediario. Julia, por su parte, me FA .
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D hablaba de V como del único amigo digno de mí, cuya amistad querría ver aumentada y nu ea diaminuída por cualquier mezquina rencilla.
Ambos me apremiaban a ir. Sólo V conocía los secretos motivos y la imposibilidad material que me había detenido hasta entonces. A pesar de su devoción por mí, que luego me ha demostrado hasta su muerte, en todas las dificultades de mi vida, no estaba en situación de vencer aquellos obstáculos. Su madre se había arruinado por darle una educación digna de su clase y hacerlo viajar por toda Europa. Había regresado, además, lleno de deudas. No podía ofrecerme en París más que un rincón del alojamiento que le pagaba su familia. Para todo lo demás estaba tan pobre como yo, e igualmente encadenado por esa penuria que tan cruelmente describe Juvenal: Res angusta domi!
Salf de M en uno de aquellos pequeños carricoches de un caballo, que se componían de un asiento de tablas sobre el eje y cuatro estacas que sostenían un toldo de lienzo alquitranado para proteger a los viajeros de la lluvia. Se relevaba el caballo en los pueblos cada cuatro o cinco leguas. Servían entonces aquellos carruajes para conducir de Lyón a París a los obreros albañiles del Borbonesado y Auvernia, a los peatones que se fatigaban en el camino y a los pobres soldados despeados por la marcha, que así hacían una etapa por unos pocos sueldos. No me dió dolor ni vergüenza aquella trivial manera de viajar. Por la nieve y con los pies descalzos habría hecho el camino sin sentirme menos orgulloso ni menos feliz. De ese modo ahorraba un luis o das, con los cuales compraría días de felicidad. Llegué a extramuros de París sin haber sentido los baches ni las piedras en todo el camino. La noche estaba sombría; llovía a torrentes. Me eché el equipaje al hombro, y fuí a llamar a la puerta del modesto alojamiento del conde V.
Me esperaba. Me abrazó y me habló de ella.
Yo no me cansaba de interrogarle y oírle. ¡Vería a Julia aquella misma noche! V iría a anunciarle mi llegada y a preparart'a en su alegría.
Cuando todo el mundo hubiese salido del salón de Julia, V, que se habría quedado el último, vendría a avisarme a un café próximo, donde yo estaría esperando, e iría a arrojarme a sus pies.
Hasta que no me dió todas estas noticias, no pensé en secar mis ropas en la estufa, tomar algún alimento e instalarme en la sombría alcoba de su antecámara. La antecámara recibía luz de una claraboya, y calor, de una estufa. Me vesti con el suficiente decoro para que ella no tuviese que avergonzarse del que amaba, ante sus amigos.
A las once salimos juntos y fuimos a colocarnos bajo el balcón que yo ya conocía. Había tres coches a la puerta. V subió, y yo fuí a esperarle en el lugar convenido. ¡Cuán larga fué la hora que pasé esperando! ¡Cómo maldecía yo aquellos visitantes, indiferentes acaso, cuya involuntaria inoportunidad detenía sin saberlo, y por gastar horas ociosas, el pulso de dos corazones que contaban su martirio por sus palpitaciones! Por fin, apareció V. Corrí en pos de él.
Me dejó a la puerta y subí.