Rafael (Lorenzo tr.)/LVI
LVI
¡Qué cartas, qué Ilama, qué claroscuro, qué colores, qué acentos, qué fuego y qué pureza confundidos, como el destello y la limpidez en el diamante, como el ardor y el pudor en la frente de uma joven enamorada! ¡Qué fuerte candor! ¡Qué inagotable efusión! ¡Qué súbito rehacerse er el desfallecimiento! Qué cantos y qué gritos! Luego, qué tristes retrocesos, como notas inesperadas al final de una canción! Después, qué acariciadoras palabras que yo sentía pasar por mi frente como cuando la madre sopla jugando en la frente de su niño, que sonríe! ¡Y qué voluptuoso arrullo de palabras a media voz y de frases delirantes y balbucientes que parecen envcvaros en rayos de luz, en murmullos, en perfumes, en calma, y conduciros insensiblemente, por el apagamiento de las sillabas, al reposo del amor, al sueño diel a'ma, hasta el beso sobre la página que dice: "¡Adiós!"; ¡adiós y beso que uno recoge sin ruido, como fué puesto por los labios!
He encontrado todas aquellas cartas. He hojeado página por página aquella correspondencia, clasificada y atade cuidadosamente después de la muerte por la mano de una piadosa amistad. Una carta responde a la otra desde la primera hasta la última palabra, trazadas por una mano ya embargada por la muerte, pero que todavía el amor sostenía con firmeza. Las he releído y las he quemado llorando, encerrado como para cometer un crimen, y disputando veinte veces a la llama la página medio consumida para releerla una vez más!... " Por qué?—me dices—. ¡Las he quemado porque su misma ceniza habría sido demasiado ardiente para la tierra, y la he arrojado a los vientos del cielo!"