Rafael (Lorenzo tr.)/LXIII
LXIII
177 Todo esto, y, sobre todo, el ocio forzoso en que me tenía la obsesión de un pensamiento único, el desdén por todo lo demás, la carencia de dinero que me prohibía toda distracción, y la reclusión claustral en que me había encerrado, me condenaba a una vida de estudio tan intenso y apasionado como yo no había conocido hasta entonces. Pasaba el día entero sentado ante una mesita de trabajo, alumbrado por el tragaluz que daba al patio del hotel de Richelieu. Un hornillo de barro calentaba la habitación; un biombo aislaba la mesa y la silla y me libraba de las miradas de los jóvenes elegantes que venían frecuentemente a visitar a mi amigo. Había en el horizonte de aquel vasto patio retumbar de carruajes, silencios y algunos hermosos rayos de sol de invierno que luchaban con la bruma que se alzaba de las calles de París. Aquellos ruidos y aquellos silencios me recordaban algo los juegos de luz, los ruidos del viento y das brumas transparentes de mis montañas.
En el patio veía jugar algunas veces a un guapo chiquillo de ocho o diez años. Era el hijo del portero. Su cabeza de ángel doliente; su hermoso cabello hecho budles sobre la frente; su fisonomía inteligente y sensible, me traían a los ojos las cándidas figuras de los niños de mi país. Su familia era, efectivamente, de una aldea vecina de RAFAEL 12 la de mi padre, caída en la miseria y transplantada a París. Viéndome siempre asomado al tragaluz, que daba sobre la habitación de su madre, el niño acabó por simpatizar conmigo. Se consagró a mi servicio voluntaria y gratuitamente.
Me hacía todos los recados en la calle; me traía mi trozo de pan, un poco de queso y las frutas para el almuerzo; iba todas las mañanas a comprarme provisiones en la frutería. Yo tomaba esta frugal refacción en mi mesa de trabajo, en medio de los libros abiertos y las páginas interrumpidas.
El niño tenía un perro negro, que un extranjero se dejó olvidado en el hotel. No se separaban. El perro también acabó por unirse a mí, como el niño. Una vez que habían subido la breve escalera de madera, ya no querían bajarla. Durante la mayor parte del día permanecían juntos, acostados o jugando sobre la estera, a mis pies, debajo de la mesa. Más tarde, me llevé de París el perro y le tuve conmigo muchos años, como un recuerdo fiel y amante de aquellos tiempos de soledad. Le perdí, no sin llorarle, en 1820, al atravesar los bosques pantanosos de Pontins, entre Roma y Terracina. El pobre muchacho creció y aprendió el oficio de grabador, que ejerce, con talento, en Lyón. Habiendo oído luego, desde su taller, la resonancia de mi nombre, vino a visitarme, y lloró de alegría al volverme a ver y de tristeza al enterarse de la pérdida del perro.
¡Pobre corazón del hombre, que necesita todo lo que una vez amó, y que llora con lágrimas de la misma agua por la pérdida de un imperio que por la pérdida de un animal!...