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Rafael (Lorenzo tr.)/LXVII

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LXVI
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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En aquella época leí por primera vez los discursos de Fox y Pitt. Encontraba a Fox declamador, aunque prosaico; uno de esos genios enredadores, nacidos para contradecir y no para decir, abogados sin toga que no tienen conciencia más que en la voz, y que defienden las causas mirando ante todo a su propia popularidad. Pitt me pareció un hombre de Estado cuyas palabras son actos, y que, en el derrumbamiento de Europa, sostiene casi solo a su país sobre la base de un buen sentido y sobre la constancia de su carácter. Pitt era Mirabeau, con la integridad de más y el ímpetu de menos. Mirabeau y Pitt se hicieron entonces, y han seguido siendo después, los dos estadistas modernos de mi predilección.

Montesquieu me pareció al lado de ellos un disertador erudito, ingenioso y sistemático; Fenelón, divino, pero quimérico; Rousseau, más apasionado que inspirado, gran instinto más que gran verdad; Bossuet, lengua de oro, alma aduladora, reuniendo en su conducta y en su lenguaje ante Luis XIV el despotismo de un doctor y las complacencias de un cortesano.

De estos estudios. históricos y oratorios pasé, naturalmente, a la política. El sentimiento del yugo, apenas roto, del Imperio, y el horror del régimen militar que acabábamos de sufrir, me impuisaban a la libertad. Los recuerdos de familia, los compromisos de amistad, lo patético de aquela familia real, pasando del trono al cadalso y al destierro y nuevamente del destierro al trono; aquella princesa huérfana en el palacio de sus padres; aquellos ancianos tan coronados por el infortunio como por sus abuelos; aquellos príncipes de cuya juventud y cuyas desventuras, severos preceptores, podía esperarse todo; todo esto me hacía desear que el antiguo trono y la libertad reciente pudiesen conciliarse con la realeza de nuestros padres. El Gobierno habría reunido así los dos grandes prestigios de las cosas humanas: la antigüedad y la novedad, el recuerdo y la esperanza. Era un hermoso sueño, natural a mi edad.

Cada mañana se disipaba una parte de él en mi espíritu. Entreveía, no sin dolor, que las vie jas formas contienen mal las ideas nuevas, y que nunca la monarquía y la libertad podrían atarse con el mismo nudo sin una perpetua tirantez, y que esta tirantez agotaría las fuerzas del Estado; que la monarquía sería eternamente sospechosa, y la libertad, eternamente traicionada.