Rafael (Lorenzo tr.)/LXVIII
LXVIII
De aquellos estudios generales pasé, durante algunos meses, a otro que me embargaba tanto más el espíritu cuanto que, por su naturaleza más árida, más seca y más glacial, era más ajeno al corazón de un joven ebrio de fantasía y amor.
Me refiero a la Economía política o ciencia de la riqueza de las naciones. V la estudiaba con más curiosidad que pasión. Los libros italianos, ingleses y franceses escritos hasta entonces sobre esta ciencia abrumaban sus mesas y sus estantes. Los leímos juntos, discutiendo y escribiendo las reflexiones que nos sugerían. Esta ciencia de la Economía política, que sentaba entonces, y todavía sienta hoy, más axiomas que verdades, y plantea más problemas de los que resuelve, tenía precisamente para nosotros el atractivo de um misterio. Nos servía, además, de interminable metivo para esas conversaciones de labios afuera que dan trabajo a la inteligencia sin turbar el fondo del alma; que permiten sentir, sin dejar de charlar sobre ellos, la presencia de otros pensamientos secretos y ocultos en el fondo del corazón.
Especie de enigmas cuya solución se busca sin poner un gran interés en encontrarla. Después de haber leído, discutido y anotado todo cuanto constituía entonces esta ciencia, creí distinguir algunos princípios teóricos, verdaderos en su generalidad, dudosos en su aplicación, ambiciosos en su pretensión de clasificarse en la categoría de las verdades absolutas, frecuentemente vacíos o engañadores en sus fórmulas. Yo no tenía nada que oponer a ellos; pero mi ansia de evidencia no se satisfacía del todo. Tiré los libros a mis pies y esperé la luz. Esta ciencia no estaba hecha todavía. Ciencia experimental, no tenía aún años ní madurez para afirmar tanto. Luego ha envejecido y promete a los hombres de Estado algunos dogmas que pueden aplicarse con masura a las sociedades humanas, algunas fuentes de bienestar y algunos lazos de fraternidad que estrechar entre las naciones.