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Rafael (Lorenzo tr.)/LXX

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LXIX
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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Tal era la ocupación de mis días, todo estudio y recogimiento. Yo no deseaba más; mi misma ambición de entrar en una carrera no era, en el fondo, sino la ambición de mi pobre madre y el dolor de gastar su diamante sin darle alguna compensación con la mejora de mi suerte. Si me hubiesen ofrecido en aquel momento una embajada que me alejase de París, y un palacio para dejar mi yacija en mi antecámara, habría cerrado los ojos para no ver la fortuna, y los oídos para nó escucharla. Era demasiado feliz en mi obs curidad, con la luz, para los demás invisible, que esclarecía y abrasaba mis noches.

Mi felicidad se levantaba cuando declinaba el día. Comía, generalmente, solo en mi celda. Pan, un trozo de buey cocido y sazonado con perejil, y algunas ensaladas, componían habitualmente mi refacción. No bebía más que agua, para ahorrarme el gasto de un poco de vino, tan nece sario para corregir el agua, insípida y con frecuencia pestilente, de París. De ese modo, veinte sueldos diarios bastaban para mi mesa. Con eso alimentaba también al pobre perro que había adoptado.

Después de comer me tendía en el lecho, abrumado por la soledad y por el trabajo del día; así abreviaba, gracias al dueño, las largas horas nocturnas que todavía me separaban del solo instante en que comenzaba verdaderamente el tiempo para mí; horas que los jóvenes de mi edad gastan, como yo lo había hecho antes de mi transformación, en los teatros, en los lugares públicos y en las dispendiosas distraccio nes de una capital.

A las once me despertaba. Me vestía con la sencillez decorosa de quien ya cuenta con que la estatura, la apostura y el cabello ondulado por el peine no dejarán de contribuir a su adorno; calzado lustroso, limpia ropa blanca, un traje, siempre negro, cepillado por mis propias manos y abotonado hasta el cuello, como los discípulos de las escuelas de adolescentes; una capa militar recogida sobre el hombro izquierdo y que prote gía al vestido de las salpicaduras de la calle; ta!

era el traje, uniforme, sencillo y obscuro, que, sin revelar mi situación, no mostraba lujo ni miseria, y me permitía pasar desde mi soledad a un salón, sin atraer, pero también sin chocar, a los ojos de los indiferentes.

Salía a pie, porque el precio de una carrera de coche me habría costado un día de vida. Seguía las aceras, pegado a los muros de las casas; huía de las calles populosas. Andaba despacio y de puntillas para que no me salpicase el barro, que en el salón, alumbrado por bujías, habría de Iatado al humilde peatón. No me apresuraba, porque sabía que Julia recibía todas las noches a los amigos de su marido en su gabinete o en su salón. Quería que el último coche se separase de la puerta antes de llamar a ella. Me reservaba de este modo, no sólo para evitar observaciones sobre la asiduidad con que un joven visitaba la casa de una mujer tan joven y tan bella, sino, principalmente, para no compartir su mirada y sus palabras con los indiferentes a quienes, por fuerza, a aquellas horas, tenía que sostener y animar la conversación. Me parecía que cada uno de ellos me hurtaba una parte de su presencia y de su alma. Verla, oírla y no poseerla yo solo era para mí más cruel en algunas ocasiones que no verla en absoluto.