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Rafael (Lorenzo tr.)/LXXIII

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LXXII
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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Era una hermosa y simpática ancianidad a la cual sólo podía desearse la seguridad del mañana.

Aquella ancianidad completamente desinteresada y paternal no extrañaba ni sorprendía al lado de la joven. Era un poco de sombra de la noche soDignized by Ebre un amanecer, pero sombra protectora que amparaba, sin ajarlas, aquella juventud, aquella inocencia y aquella hermosura.

Las facciones de aquel hombre ilustre eran negulares, como esas líneas puras de los perfiles antiguos, que el tiempo ha descarnado un poco sin descomponerlas. Sus ojos azules tenían la mirada dulce, pero penetrante, como ojos fatigados que miran a través de ligera bruma. Su boca era fina, jovial, como la sonrisa de un padre a sus hijos. Sus cabellos, escasos por razón de la edad el estudio, tenían la flexibilidad y las ondulaciones del plumón del cisne. Sus manos eran afiladas y blancas, como las de la estatua en que Séneca moribundo dice adiós a Paulina. Su cara, demacrada y pálida por los langos trabajos del espíritu, no tenía arrugas, porque nunca había tenido carne. Algunas venas azules y exhaustas de sangre senpenteaban por las deprimidas sienes.

Su frente, ese órgano que los pensamientos labran y pulen, como última belleza del hombre, reflejaba los fulgores de la humbre. Las mejillas tenían esa delicadeza de piel, esa transparencia de color de un rostro que ha envejecido a la sombra de los muros y que nunca han curtido el sol ni el aire:

tez de mujer que afemina al fin de la vida el rostro de los viejos, les da algo de aéreo, de fugitivo, de impalpable, como una sombra que estaría a punto de volar si se le soplase con fuerza. Sus palabras maduras, reflexivas, naturalmente engastadas en frases breves, claras, luminosas, tenían la precisión propia de una boca que ha escogido mucho, al dictar o al escribir, la forma de sus pensamientos. Dejaba entre sus frases largos silencios, como para darles tiempo de entrar en el oído y ser gustadas por el espíritu de los que oían. Las sazonaba con una jovialidad siempre graciosa, nunca cínica, con lo cual parecía darles alas ligeras que de vez en cuando elevasen la conversación y la librasen de la continua pesadumbre de las ideas.