Rafael (Lorenzo tr.)/LXXVI
LXXVI
Pero yo continuaba yendo a consumir una parte de la noche junto a aquella que era, por sí sola, noche y día, tiempo y eternidad para mí.
Como ya te he dicho, yo llegaba en el momento en que los importunos dejaban el salón. Algunas veces permanecía largas horas en el puente o en el muelle, a veces andando, a veces quieto, esperando en vano que las maderas se abriesen a medias o del todo, en señal de aquel mudo llamamiento que teníamos convenido. ¡Cuántas pe rezosas ondas del Sena, que llevaban consigo los fulgores flotantes de la luna o las reverberaciones de los balcones de la ciudad seguí con mis ojos en su fuga! ¡Cuántas horas y medias horas of sonar en las iglesias lejanas o próximas, maldiciéndolas unas veces por su lentitud, y otras acusándolas por precipitación! Conocía el timbre de las voces de acero de todas las torres de París. Había días felices y días nefastos. Algunas veces subía sin esperar ni un instante. No encontraba a su lado más que a su marido, que empleaba en relatos alegres y en gratas conversaciones las horas que le preparaban para el sue ño. Otras veces encontraba sólo a uno o dos amigos de la casa. Entraban un momento, con la noticia o la emoción del día. Daban a la amistad las primicias de su noche, que iban en seguida a terminar en los salones políticos. Generalmente, eran hombres parlamentarios, oradores eminentes de ambas Cámaras: Suard, Bonald, Mounier, Rayneval, Lally—Tollendal, viejo de alma juvenil; Lainé, la más pura copia de la elocuencia y la virtud antiguas que yo he venerado en nuestros tiempos modernos; romano de corazón, de lengua y de aspecto a quien sólo faltaba la toga romana para ser el Cicerón o el Catón de su época. Sentía yo singular admiración y tierno respeto por esta encarnación de gran ciudadano. También monsieur Lainé me distinguió con miradas y palabras de predilección. Luego fué mi maestro. Si yo tuviese algún día una patria a quien servir y una tribuna que ocupar, el recuerdo de su patriotismo y su elocuencia permanecería ante mí como un modelo, imposible de igualar, pero digno de imitación, siquiera apro ximada.
Aquellos hombres se sucedían en derredor de la mesita de trabajo. Julia estaba medio tendida en su canapé. Yo, respetuoso y callado, en un rincón de la estancia, lejos de ella, escuchando, meditando, admirando o desaprobando para mis adentros, pero rara vez abriendo los labios, a menos que me interrogasen, y sin mezclar en aquellas conversaciones más que palabras reservadas y tímidas, dichas a media voz. Siempre he tenido, al mismo tiempo que convicciones fortísimas, un extremo embarazo pana enunciarlas delante de los hombres. Todos me parecían infinitamente superiores a mí en edad y en autoridad. El respeto al tiempo, al genio y al renombre forma parte de mi naturaleza. Un rayo de gloria me deslumbra.
Un cabello blanco me impone. Un hombre ilustre me hace inclinarme voluntariamente. A menudo, esta timidez ha obscurecido mi mérito real; perono lo he lamentado nunca. El sentimiento de la superioridad ajens es bueno en la juventud y en todas las edades. Eleva el ideal a que se quiere aspirar. La confianza en sí mismo es una insolencia para con la Naturaleza y para con el tiempo. Si este sentimiento de la superioridad ajena es una ilusión, es, al menos, una ilusión que engrandece a la humanidad y mejor que la ilusión que la empequeñece. ¡Por desgracia, bien pronto queda reducido a sus justas y tristes propor ciones!
Al principio, aquellos hombres no se fijaban casi en mí. Algunas veces los veía inclinarse hacia Julia y preguntarle en voz baja quién era aquel joven. Mi fisonomía pensativa y la inmovilidad modesta de mi actitud parecían asombrarlos y agradarlos. Insensiblemente fueron acercándose a mí, y con gesto de benévola intención dirigían hacia mi lado algunas de sus palabras. Era como alentarme indirectamente para que tomase parte en la conversación. Yo lo hacía con pocas .
202 palabras para expresarles mi reconocimiento. Pero volvía en seguida a mi sombra y a mi silencio, te meroso de prolongar la conversación si la animaba. Los consideraba no más que como el marco de un cuadro. El único interés real para mí estaba en el rostro, la palabra y el alma de aquella que me robaban con su presencia.