Rafael (Lorenzo tr.)/LXXVII
LXXVII
Pero también, ¡qué alegría y qué latir del corazón cuando se iban, cuando yo oía rodar bajo la bóveda el coche del último! Quedábamos solos.
Ya la noche había avanzado. La seguridad de nuestras horas solitarias aumentaba a cada paso del minutero, que se aproximaba a la media noche en la esfera del reloj. No se oía más que algún que otro carruaje resonar a intervalos sobre el pavimento del muelle, o los ronquidos del viejo portero, que dormía en una banqueta del vestíbulo, al pie de la escalera.
Nos mirábamos primero sin hablar, como asombrados de nuestra ventura. Yo me acercaba a la mesa a la cual trabajaba Julia, bajo la luz de la lámpara, en alguna labor femenil. La labor se escapaba de sus dedos distraídos. Nuestras miradas se dilataban, se despegaban nuestros labios. Se desbordaban nuestros corazones. Nuestras palabras, ansiosas, como olas contenidas por una abertura demasiado estrecha, vacilaban antes de correr, y sólo gota a gota vertían el torrente de nuestros pensamientos. Entre la confusión de cosas que teníamos que decirnos, no podíamos escoger bastante aprisa lo que más pronto queríamos revelarnos. A veces, se producía un largo silencio, por el mismo embarazo y el exceso de palabras que se acumulaban en nuestros corazones sin poder salir. Luego comenzaban a correr lentamente, como esas primeras gotas que deciden a la nube a fundirse y estallar. Aquellas primeras palabras llamaban a otras, que las respondían. El sonido de la voz del uno suscitaba el sonido de la voz del otro, como un niño arrastra a otro al caer. Nuestras palabras se confundían un momento sin orden, sin respuesta ni continuación, porque ninguno de los dos quería ceder al otro la dicha de anticipársele en la expresión de un sentimiento común. Cada uno de los dos creía haber sido el primero en experimentar lo que revelaba de sus pensamientos desde la entrevista de la víspera o desde la carta de la mañana. Aquel desbordamiento tumultuoso, que acababa por darnos rubor y risa, se apaciguaba al fin, y le sucedía un tranquilo desahogo de nuestros labios, que a un tiempo o alternativamente vertían la plenitud de sus expresiones. Era una transfusión continua y murmurante del alma del uno on la del otro, un cambio sin reserva de nuestras naturalezas, una transmutación completa de ella en mí y de mí en ella, por la comunicación recíproca de cuanto vivía, sentía, pensaba o ardía en nosotros. Nunca, de fijo, dos seres tan irreprochables en sus miradas y en sus mismos pensamientos pusieron más al desnudo su corazón el uno ante el otro, ni se revelaron más inmaterialmente el fondo más misterioso de sus sentimientos. Aquella inocente desnudez de nuestras almas seguía siendo casta, aunque tan libre de velos. Era como la luz que todo lo muestra y nada mancilla. No teníamos que revelarnos sino el amor inmaculado que, abrasándonos, nos purificaba.
Por su misma pureza, nuestro amor se renovaba constantemente con los mismos fulgores en el alma, el mismo rocío en los ojos, el mismo sabor virginal de su primera floración. Todos los días eran como el primero. Todos los momentos se parecían a ese inefable momento en que uno siente abrirse el amor dentro de sí y repetirse en el corazón y la mirada de otro que es como él mismo; siempre flor, siempre perfume, siempre embriaguez: porque el fruto no ha de ser cogido nunca.