Rafael (Lorenzo tr.)/LXXXII
LXXXII
211 Así transcurrieron, sin más variación que fa de mis estudios y nuestras impresiones, los meses deliciosos del invierno. Llegaban a su fin. Ya los primeros esplendores de la primavera entrelucían en la cima de los tejados, sobre el dédalo húmedo y obscuro de las calles de París. Mi amigo V partió, llamado por su madre. Me dejó solo en la reducida estancia donde me había alojado. V debía volver en otoño. Había pagado la habitación por un año entero. Ausente, todavía me dejaba su fraternal hospitalidad. Le vi marchar oprimiéndoseme el corazón. Ya no tenía nadie a quien hablar de Julia. Mis sentimientos iban a pesar sobre mi corazón con mayor pesadumbre, porque no podría depositarlos en otro corazón. Pero era todavía un peso de felicidad que yo podía sobrellevar. Bien pronto fué un peso de angustia que yo no podía confiar a nadie, y menos a la mujer a quien amaba.
Mi madre me escribió que mi padre había sufrido desastres inesperados de fortuna y quebrantos domésticos tan rudos, que la casa paternal, antes tan holgada, abierta y hospitalaria, había caído en una indigencia relativa. Mi padre se veía obligado a reducirme la pensión a la mitad para poder, y no sin trabajo, atender a la educación de los otros seis hijos. Era necesario, pues —decía mi madre, que me apresurase a buscar por mi propio esfuerzo medios de decorosa exis tencia en París, o que volviese a la casa familiar y a vivir, en el campo, del pan de todos en la mediocridad y en la resignación. La ternura de mi madre se anticipaba a consolarme de esta dolorosa necesidad. Me pintaba su alegría de volverme a ver. Extendía ante mis ojos la perspectiva, delicadamente coloreada, de los trabajos del campo y los sencillos placeres de la vida rural.
Por otra parte, algunos de los amigos de juego y de placer de mis primeros años de desorden, caídos en la miseria, a quienes encontré en París, me recordaron pequeñas obligaciones que tenía contraídas con ellos, y me rogaron que acudiese en su ayuda. Así fueron despojándome poco a poco de la mayor parte de las economías que yo había amasado para sostenerme en París más tiempo. Tocaba ya al fondo de mi menguada bolsa. Pensé en intentar fortuna por el renombre.
Una mañana, después de violenta lucha entre mi timidez y mi amor, el amor venció en mi.
Oculté entre mis ropas el pequeño manuscrito, encerrado en la carpeta verde; contenía mis poesías, mi última esperanza. Me encaminé, vacilando y retrocediendo a veces en mi designío, a casa de un célebre editor, cuyo nombre va asociado a la gloria de las letras y de la librería francesas: monsieur D. Su nombre fué el primero que me atrajo, porque, independientemente de su fama como editor, monsieur D era un escritor bastante estimado entonces. Había publicado sus propios versos con todo el lujo y la resonancia de un poeta que puede ser vocero de su propio renombre. Llegado a la calle de Jacob, a la puerta de monsieur D, puerta alfombrada de glorias, tuve que redoblar los esfuerzos sobre mí mismo para transponer el umbral; luego, para subir la escalera; luego, más aún, para llamar a la puerta de su despacho. Pero veía detrás de mí el rostro adorado de Julia que me alentaba y su mano que me empujaba; me atreví a todo.
Monsieur D, hombre de edad madura, de rostro preciso y comercial, de palabra clara y breve, como la de un hombre que conoce el precio de los minutos, me recibió cortésmente. Me pregunté qué tenía que decirle. Balbuci un buen rato.
Me extravié en esos rodeos de frases ambiguas con que se oculta un pensamiento que quiere y no quiere llegar al fin. Yo creía ganar valor ganando tiempo. Por fin, me desabroché la levita. Saqué el pequeño volumen. Se lo presenté humildemente y con mano trémula a monsieur D. Le dije que había escrito aquellos versos, que deseaba imprimirlos para alcanzar, si no la gloria, porque no abrigaba tan ridícula ilusión, al menos la atención y la benevolencia de los hombres poderosos de la literatura; que mi pobreza no me permitía sufragar los gastos de la impresión; que iba a someterle mi obra y a pedirle que la publicase si, después de haberla leído, la juzgaba digna de alguna indulgencia o del favor de los espíritus cultos.
Monsieur D sonrió con ironía mezclada de bondad, movió la cabeza, cogió el manuscrito con dos dedos, habituados a arrugar desdeñosamente el papel; lo dejó sobre la mesa y me dijo que dentro de ocho días me daría una contestación sobre el objeto de mi visita. Salí.
Aquellos ocho días me parecieron ocho siglos.
Mi porvenir, mi fortuna, mi renombre, el consuelo o la desesperación de mi pobre madre, mi amor, en fin, mi vida y mi muerte, estaban en las manos de monsieur D. Unas veces me figuraba que leía mis versos con el mismo enajenamiento que me los había dictado en las montañas o al borde de los torrentes de mi país; que encontraba en ellos el rocío de mi alma, las lágrimas de mis ojos, la sangre de mis jóvenes venas; que reunía a los hombres de letras amigos suyos para leerles aquellos versos; que yo mismo oía, desde el fondo de mi alcoba, el ruido de sus aplausos. Otras veces me avergonzaba de haber entregado a las miradas de un desconocido una obra tan indigna de salir a luz; de haber desvelado mi debilidad y mi desnudez por la vana esperanza de un éxito, que se cambiaría en humillación sobre mi frente en vez de convertirse en alegría y en oro entre mis manos. Sin embargo, mi esperanza, tan obstinada como mi indigencia, se sobreponía a mis sueños y me llevaba de hora en hora hasta la hora señalada por monsieur D.