Rafael (Lorenzo tr.)/LXXXIII
LXXXIII
215 Desfallecía mi corazón, cuando al octavo día subí su escalera. Estuve mucho tiempo de pie en el desembarque de su puerta sin atreverme a llamar.
Salió alguien y se quedó la puerta abierta. Tuve que entrar. El rostro de monsieur D estaba inexpresivo y ambiguo como el oráculo. Me hizo sentar, y buscando mi volumen, sepultado entre pilas de papeles: "He leído vuestros versos—me dijo—.
No les falta talento, pero les falta estudio. No se parecen en nada a lo que se busca y se admite entre nuestros poetas. No se sabe de dónde habéis tomado el lenguaje, las ideas, las imágenes de esta poesía. No se clasifica en ningún género definido.
Y es lástima, porque tiene armonía. Renunciad a esas novedades que desnaturalizarían el genio francés. Leed a nuestros maestros Delille, Parny, Michaud, Raynouard, Luce de Lancival, Fontanes, que son los poetas queridos del público. Pareceos a alguno si queréis que se os reconozca y se os lea.
Yo os daría un mal consejo si os alentase a publicar este volumen, y os haría un mal servicio publicándolo a mi costa." Hablando así, se levantó y me devolvió el manuscrito. No intenté discutir con el destino: el destino hablaba para mí en los labios de aquel oráculo. Volví a guardar el volumen entre mis ropas. Di las gracias a monsieur D. Le pedí que me disculpase por el tiempo que le había hecho perder, y bajé, con las piernas temblorosas y los ojos húmedos, los peldaños de la escalera.
¡Ah! Si monsieur D, hombre bueno y sensible, protector de las letras, hubiese podido leer en el fondo de mi corazón y comprender que no eran la gloria ni la fortuna lo que iba a mendigar con su obra en la mano aquel joven desconocido, sino que era el amor y la vida lo que yo le pedía, estoy convencido de que habría impreso el volumen. ¡El cielo, siquiera, le habría devuelto el precio!