Rafael (Lorenzo tr.)/LXXXIV
LXXXIV
Regresé desesperado a mi habitación. El niño y el perro hubieron de asombrarse por primera vez de las tinieblas de mi fisonomía y de la obstinación de mi silencio. Encendí el hornillo y arrojé en él, hoja por hoja, el volumen entero, sin salvar ni una página.
"Puesto que no sirves para comprarme un día de vida y de amor—exclamaba sordamente viéndolo arder—, ¡qué me importa que la inmortalidad de mi nombre se consuma contigo! ¡Mi inmortalidad no es mi gloria, es mi amor." Salí al caer de la tarde. Vendí el diamante de mi pobre madre. Lo había guardado hasta entonces con la esperanza de adquirir su valor con mis versos y devolverle su anillo intacto. Recé furtivamente y mojé de lágrimas el diamante al entregárselo al lapidario. El mismo comerciante parecía enternecido. Harto comprendia, viendo mi dolor al entregar la joya, que yo no la había hurtado. Al contar los treinta luises que me dió, mis dedos dejaron caer aquel oro, como si hubiese sido el precio de una profanación. Oh! ¡Cuántos diamantes veinte veces más valiosos no habría yo dado después por recobrar aquél, aquel diamante único para mí, porque era un pedazo del corazón de mi madre, una de las últimas lágrimas de sus ojos, la luz de su amor!... A qué dedo habrá pasado?...