Rafael (Lorenzo tr.)/LXXXIX
LXXXIX
Los gastos que me veía obligado a hacer ocultando a Julia el sacrificio para acompañarla todos los días al campo habían consumido en poco tiempo el producto de la venta del último diamante de mi madre, hasta tal punto, que ya sólo me quedaban diez luises. Al contar por la noche los pocos días dichosos que me representaba tan débil suma, caí en accesos de desesperación. Me habría avergonzado de referir el extremo de mi indigencia a la que amaba. No era muy rica ella tampoco, pero habría querido darme cuanto poseía. Mis relaciones con ella se habrían degradado a mis ojos. Para mí era antes el amor que la vida, pero antes habría muerto que envilecer mi amor.
La vida sedentaria que había llevado todo el invierno en la obscuridad de mi alcoba; la obstinación de mis estudios por el dia; la tensión de un pensamiento único; la ausencia del sueño por la noche, y, sobre todo, el agotamiento moral que el perpetuo desbordamiento de las fuerzas del alma hace sufrir a un corazón demasiado débil para ser capaz de un éxtasis continuo de diez meses, habían minado mi organismo. Yo ya no era sino una llama que arde sin alimento bajo un rostro pálido y demacrado, llama que al fin consumiría su propio hogar. Julia me instaba para que fuese a respirar el aire natal y conservase mi vida aun a costa de su felicidad. Me enviaba su médico para añadir la autoridad de la ciencia a las súplícas del amor. Aquel médico, o, mejor, aquel amigo, el doctor Alain, era uno de esos benditos hombres cuya fisonomía parece llevar un reflejo celeste a las buhardillas de los pobres a quienes visitan. Enfermo él también del corazón a consecuencia de una pasión misteriosa y pura por una de las mujeres más bellas de París; poseedor de una modesta fortuna, suficiente para su sobria vida y para sus caridades; hombre de una piedad tierna, activa, tolerante, no ejercía su profesión más que con algunos amigos y con los indigentes. Su medicina no era otra que la amistad o la caridad en acción. Es ésa una profesión tan hermosa cuando no se inspira en la avaricia, ejercita tanto la sensibilidad humana, que, empezando como una profesión, suele' acabar como una virtud. Para el pobre doctor Alain, la medicina se había convertido, más que en virtud, en pasión por aliviar las miserias del alma y el cuerpo. Algunas veces están tan juntas!... Alain llevaba a Dios adonde llevaba la vida. ¡Hacía resplandecer la serenidad y la inmortalidad hasta en la muerte!
Le vi morir, años más tarde, de la muerte de los buenos y los justos. ¡Había hecho el aprendizaje a la cabecera de tantos moribundos! Clavado en el lecho, sin movimiento, durante seis meses de agonía, contaba con los ojos las horas que le separaban de la eternidad. A los pies de su cama pendía de la pared un reloj. Alain sostenía entre sus manos, juntas sobre el pecho, un crucifijo, modelo de paciencia. Sus miradas no se apartaban del celeste amigo, como si hubiesen celebrado su entrevista al pie de la cruz.
Cuando sufría más de lo que podían soportar sus fuerzas, pedía que le acercasen un momento el crucifijo a la boca, y sus lamentos se confundían con sus bendiciones. Se durmió, al fin, en la esperanza y en el bien que había hecho. Había encargado a los pobres de llevar delante de él al Dios de la misericordia su tesoro acumulado en buenas obras. Murió sin dejar herencia, en una buhardilla, sobre un jergón. Los pobres condujeron su cuerpo y le dieron la sepultura de la caridad en la tierra común. ¡Oh santa alma que todavía con el recuerdo veo sonreír en aquel rostro de bondad e interno júbilo! Tanta virtud, ¿habría sido no más que un engaño para ti? ¿Te desvanecerías como el reflejo de mi lámpara sobre tu retrato cuando mi mano retira el resplandor que me ayuda a contemplarte? No, no. ¡Dios es leal! ¡No te pudo engañar, a ti que no habrías querido engañar a un niño!