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Rafael (Lorenzo tr.)/LXXXV

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LXXXIV
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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Pero había llegado la primavera. Ya las Tullerías cubrían por las mañanas a los ociosos con el toldo verde de su follaje y la perfumada nieve de la flor de los castaños. Desde lo alto de los puentes se vislumbraban, más allá del horizonte de piedra de Chaillot y Passy, las largas líneas onduladas y verdeantes de las colinas de Fleury, de Meudon y de Saint—Cloud. Las colinas parecían surgir como islas de frescura y soledad de aquel océano de creta. Me traían al corazón remordimientos y punzantes reproches. Eran las imágenes, los recuerdos, la sed de naturaleza que había dejado en el olvido durante seis meses. Por la noche, la luna flotaba, con sus claridades rielantes, en las tibias ondas del río. El astro soñador abría, a la extremidad del lecho del Sena, avenidas luminosas y perspectivas fantásticas, donde los ojos se perdían en paisajes de vapor y sombra. El alma se iba involuntariamente tras de los ojos. Las portadas de las tiendas, los balcones y ventanas de los muelles estaban cubiertos de tiestos, cuyas flores esparcían su perfume hasta por cima de la cabeza de los transeuntes. En los rincones de las calles y en los extremos de las puertas, los floristas, sentados tras una cortina de plantas florecidas, agitaban los ramos de lilas como si quisieran embalsamar la ciudad. En la habitación de Julia, el hueco de la chimenea se había transformado en gruta de musgo; y en las consolas y en las mesas había floreros llenos de violetas, lirios, rosas y primaveras. Pobres flores desarraigadas de los campos, semejantes a las golondrinas que han entrado alocadas en una estancia y se rozan las alas contra las paredes anunciando los hermosos días de abril a los pobres habitantes de los desvanes! El perfume de aquellas flores nos lle gaba al corazón. Nuestros pensamientos, impresionados por los olores y las imágenes, nos hacían volver, naturalmente, a aquella Naturaleza en cuyo seno nos habíamos encontrado tan solos y tan felices. La habíamos olvidado mientras los días fueron sombríos, ceñudo el cielo y cerrado el horizonte. Recluídos en la estrecha habitación, donde éramos el uno para el otro todo nuestro universo, no pensábamos ya que hubiese otro Cielo, otro Sol, otra Naturaleza fuera de nosotros. Aquellos hermosos días, entrevistos a través de los tejados de una inmensa ciudad, vinieron a despertarnos. Nos conturbaron, nos entristecieron, nos atrajeron, por invencible instinto, a contemplarnos, saborearlos, beberlos más de cerca en los bosques y en las soledades de los alrededores de París.

Al concebir tales deseos irresistibles y preparar proyectos de largas excursiones por los bosques de Fontainebleau, Vincennes, San Germán y Versalles, nos parecía que íbamos a encontrar de nuevo nuestros bosques y nuestras aguas de los valles de los Alpes. Por lo menos, allí veríamos los mismos soles y las mismas sombras; allí reconoceríamos el sonoro gemir de los mismos vientos en las ramas.

La primavera, que devolvía la limpidez al cielo y la savia a las plantas, devolvía también una juventud más palpitante y más plena al corazón de Julia. El tinte de sus mejillas era más vivo; los rayos de sus ojos, más azules y más penetrantes. Su palabra tenía más emoción en el acento; su languidez, más suspiros; su andar, más ímpetu y más puerilidad. La agitaba una fiebre de vida hasta en la inmovilidad de su cuarto; y aquella dulce fiebre aceleraba las palabras en sus labios y daba inquietud a sus pies. De noche dejaba las cortinas descorridas, y a cada instante se ponía a la ventana para aspirar la frescura de las aguas, los rayos de Luna, las vaharadas de aire vegetal, que después de cruzar el valle de Meudon, llegaban entibiadas hasta las casas del muelle.

—¡Oh, demos—le decía yo—unos días de fiesta a nuestras almas en medio de tantos días de dicha! Nosotros, los más sencillos y los más agradecidos de todos esos seres para los cuales reanima Dios su tierra y sus cielos, no seamos los únicos para quienes los reanima en vano. ¡Sumerjámonos juntos en ese aire, en esos resplandores, en esas hierbas, en esos ramajes, en ese océano de vegetación y resurgimiento que inunda la tierra en estos momentos! ¡Veamos si nada ha envejecido un día en las obras de la creación, si no se ha rebajado en una onda o una nota ese entusiasmo que en nosotros cantaba, gemíaamaba y gritaba en las montañas o sobre las ondas de Saboya!

—Oh, sí, vayamos!—decía ella. No sentiremos más, no nos amaremos mejor, no nos bendeciremos de otro modo; pero habremos hecho a un rincón más de la tierra y del cielo testigo de la dicha de dos pobres seres. El templo de nuestro anor, que sólo estaba en aquellas montañas tan queridas, estará dondequiera que yo haya ido y respirado contigo...

El anciano nos alentó a emprender las excursiones a los hermosos bosques de los alrededores de París. Abrigaba la esperanza, alimentada por los médicos, de que el aire vegetal, al contacto del sol, que todo lo vigoriza, y un moderado ejercicio en pleno campo, robustecerían la enfermiza delicadeza de los nervios de Julia, y darían elasticidad a su corazón. Todos los días de sol, durante las cinco primeras semanas de primavera, iba yo a buscarla a su puerta, en el centro del día. Montábamos en un coche cerrado para evitar las miradas y las observaciones ligeras que los conocidos o los desconocidos pudieran hacer al ver a una mujer tan hechicera sola con un hombre de mi edad. No me parecía bastante a ella para pasar por su hermano. Dejábamos el carruaje a la entrada de los grandes bosques, al pie de las colinas, a las puertas de los parques de los alrededores de París. Buscábamos en Meudon, en Sevres, en Satory, en Vincennes, las más largas y solitarias avenidas tapizadas de hierba en flor, que las pesuñas de los caballos no huellan jamás, excepto los días de cacería regia. No encontrábamos allí más que niños y pobres mujeres que escarbaban la tierra con sus largos cuchillos para buscar achicoria. De vez en cuando, una corza espantada se abría camino entre el ramaje, cruzaba la avenida, mirándonos, y se perdía en el bosque. Marchábamos en silencio, a veces el uno delante del otro, y otras apoyando ella su mano en mi brazo. Hablábamos del porvenir, de la dicha de poseer una sola fanega entre tantos millares de fanegas deshabitadas, con una casita de guarda bajo una de aquellas viejas encinas.

Soñábamos en alta voz. Cogíamos violetas y hierba doncella, con las cuales hacíamos jeroglíficos, que cambiábamos entre nosotros, y que, conservados en hojas lisas de eléboro, guardaban el significado que habíamos querido darles de tal recuerdo, tal mirada, tal suspiro, tal oración. Nos reservábamos su lectura para cuando estuviésemos separados. Debían recordarnos por siempre lo que no queríamos perder jamás de nuestras deliciosas entrevistas.

Nos sentábamos a la sombra, al borde del paseo. Abríamos un libro, intentábamos leer y nunca podíamos llegar al final de la página; gustábanos más leer en nosotros mismos las páginas inagotables de nuestras propias impresiones. Yo iba a buscar leche y pan moreno en alguna granja próxima. Comíamos sobre la hierba y arrojábamos el resto de la copa a las hormigas, las migas de pan a los pajarillos. Al ponerse el Sol volvíamos al océano tumultuoso de París: el ruido y la muchedumbre nos oprimían el corazón. Dejaba a Julia, enajenada del placer del día, a su puerta, y yo regresaba, agotado de felicidad, a mi habitación vacía, y golpeaba sus muros para que, al derrumbarse, me devolviesen la luz, la naturaleza y el amor de que me privaban. Comía sin gusto. Leía sin comprender. Encendía mi lámpara; esperaba, contando las horas, que la noche estuviese lo bastante avanzada para atreverme a volver a la puerta de ella y reanudar la conversación de la mañana.